En las calles de la barriada Cerros de Marín aún se escucha el eco de la voz profunda de Alí Primera, aún se sienten sus acordes de cuatro, emparrandao en casa de doña Josefina de Molero. Las notas de su canto generan armonías que se confunden en las ramas de las granadas y los mangos del extendido patio marabino, hacen fluir la música de sus manos hacia la garganta de su panita Ricardo Cepeda, son sonidos que se entrelazan con los brazos de su coterráneo Tino Rodríguez y del compositor Miguel Ordoñez. El cantor irreverente que había nacido en Coro un 31 de octubre de 1941, siempre se sintió huésped de honor en la casona de Armando Molero, su admirado juglar del pueblo.
La casa patrimonial de Josefina y Armando era muy amplia, con muchas recámaras (que los maracuchos llamamos “piezas”) con un solar inmenso para recibir a los amigos, y allí compartir el café y las parrandas. Estaba ubicada frente al antiguo cine París, en las accidentadas calles de esa serranía poblada de pequeños hatos con vista al lago.
En esa casa llena de afectos y nostalgias, Alí nos relataba que su carrera la sustentaron cuatro fuertes pilares urbanos: Caracas, Barquisimeto, Paraguaná y Maracaibo. Fueron las cuatro urbes que mejor lo albergaron, en ellas se nucleó el amor a la patria que sembró con su cantera. En esas cuatro casas fue donde afianzó su vocación de trovador, su intención por moldear una nueva nación, sus ansias de redimirla.
De muchacho Alí Rafael fue limpiabotas, boxeador, ciclista, fanático de las peleas de gallo. Lo imantaba ese símbolo viviente: el gallo. Más que la competencia hostil en las galleras de Falcón, Alí amó lo hermoso del plumaje iridiscente, el carácter valiente del ave de pelea, su canto, su cresta dominante. Para él representaba un signo popular de dignidad y resistencia, como bien lo simbolizó Gabriel García Márquez en su novela “El coronel no tiene quien le escriba” (1961).
Esa idolatría por el ave de pelea la mantuvo toda su vida, la materializó en su colección de gallos artesanales, gallitos de madera cromada, estatuillas galliformes que supo atesorar. Esa valoración la cristalizó en el golpe larense “El gallo pinto”, que compuso en homenaje a don Pío Alvarado, maestro de la música popular de Curarigua:
“Como lloviznaba el Lara
la voz de Pío Alvarado
es linda la madrugada
cuando ese gallo ha cantado…”
(Gallo pinto, 1980)
Un Alí soñador en búsqueda de trascendencia, salió de Coro siendo un adolescente y llegó a Caracas para entrar al mundo universitario en 1963. Comenzaban sus días en la quimérica Universidad Central de Venezuela, llegaba con la intención de estudiar ingeniería química. En paralelo comenzaron sus cantatas estudiantiles, sus afiebradas charlas sobre la ideología marxista. Su marcado talante humanista y revolucionario comenzó a aflorar en los escenarios universitarios.
Venezuela se había liberado del dominio militar de Marcos Pérez Jiménez, comenzaba en el país la guerrilla urbana a labrar su camino accidentado, que devino en un final desastroso. Toda Venezuela se inquietaba por la victoria de Fidel Castro en Cuba. Fue la era de la devastación y el genocidio en Vietnam causado por las tropas norteamericanas. El planeta conoció el sonido de los Beatles, la imagen mítica de Ernesto “Ché” Guevara. Surgía en todo el continente la Nueva Trova Cubana, junto a los grandes de la cantautoría americana: Violeta Parra, Zitarrosa, Daniel Viglietti, Mercedes Sosa. Esos hechos marcaron la índole del canto emergente y combativo, del joven Primera Rossell.
En el año 1968, Alí comienza su andadura por Europa, el periplo lo inicia en Rumania gracias a una beca obtenida a través del PCV. En ese período le nacieron dos hijas de su relación con Tharja, una intelectual rumana. Las llamó María Fernanda, que en íntimo nombraba Shimpi, y María Ángela; a quien llamó siempre Marimba.
En la soledad del viejo continente madura su visión de cantor y emprende el retorno a su patria. Graba su álbum “La patria es el hombre” y comienza una impresionante escalada en las emisoras del país, a pesar de un veto silente a sus canciones en algunas cadenas radiales, sugerido entre dientes por los burócratas de la comunicación masiva. Sin embargo, su popularidad crecía vertiginosamente, poco a poco se convertía en una figura nacional que todos querían proteger y escuchar.
El éxito de sus discos lo conmina a fundar un sello, una casa disquera propia y para ello toma el nombre de Cigarrón. Se une al gran músico venezolano Alí Agüero, extraordinario arreglista, quien produce el grueso de su obra musical, llegando a 14 discos LP. Como una constante, las carátulas de sus discos las ilustraba con cuadros de pintores venezolanos como Héctor Poleo y Bárbaro Rivas.
Al genio impresionista Armando Reverón le compuso una de sus mejores canciones:
“Reverón titiritero
Reverón el muñequero
se te fue Juana la gorda
ya no sirve de modelo…”
(Reverón, 1978)
Alí Primera siempre estuvo alejado de la televisión, por ser un medio de comunicación al que percibía como un vulgar expendio de mercancías, como un mostrador de imágenes vacuas. Él nunca quiso verse entre esa mercadería banal, a pesar de las tentadoras ofertas que recibió por actuar en los shows de la época.
Su “Canción mansa para un pueblo bravo” fue la banda sonora del film homónimo de Giancarlo Carrer del año 1976, protagonizado por Orlando Urdaneta, que tuvo un gran impacto nacional. Por esos años comenzaba en el país un movimiento de grupos alternos que interpretaban sus composiciones: Los Guaraguaos, Los Cuñaos y el Grupo Guaco. También lo graban orquestas consagradas como el Gran Combo de Puerto Rico con Andy Montañés quien cantó “Cunaviche adentro”. En 1972 Guaco le grabó en tiempo de gaitas “Perdóneme Tío Juan” y “Hay que aligerar la carga”, en la voz de su seguidor y admirador Gustavo Aguado, temas que llegaron a ocupar los primeros lugares en la radio.
Alí Rafael Primera Rossell encarnó a un trovador auténtico, un poeta que captó el sentir de la gente, para luego plasmarlo en imágenes sonoras de gran belleza. Utilizó en sus composiciones todas las formas musicales venezolanas, especialmente la danza zuliana, el ritmo orquídea, el sangueo y el vals. Sus letras viven en la memoria colectiva:
“El lagrimear de las cumaraguas,
está cubriendo toda mi tierra,
piden la vida y le dan un siglo,
pero con tal que no pase nada,
en mi tierra mansa, mi mansa tierra…”
(Canción mansa para un pueblo bravo, 1976)
“…Mira que linda la vereda,
la lluvia de primavera le florecieron la piel.
Ese camino va al Tocuyo,
ya se escuchan los tambores de tamunangue otra vez….”
(Caña clara y tambor, 1982)
“Llena tus labios de colorete
y de ansiedad el alma se llena,
todas las tardes la carretera
recibe el beso de tu mirar
Tocayo no se me muera
no se me muera tocayo
que están cantando los gallos
para ese pueblo que espera
vamos a darle una flor a aquella paraguanera…”
(Paraguanera, 1979)
En esa bella canción rinde homenaje a la mujer de su península y a su admirado amigo y maestro, el periodista y cronista falconiano Alí Brett “El tocayo”, quien fuera corresponsal del diario El Nacional y militante comunista.
Toda su obra está marcada por la pasión de un hombre enamorado del paisaje. Como rapsoda de la ecología, generaba su canto en defensa de la flora. Logró resonancia en Latinoamérica por su canto reivindicativo, como lo probó su participación en el concierto en solidaridad con Nicaragua en 1973, donde acompañado sólo por su cuatro dejó su huella profunda.
En 1977 se casa con una hermosa cantante de ascendencia libanesa Sol Mussett. Con ella conforma una familia de cinco varones: Sandino, Jorge, Servando (personaje idílico de Coro), Florentino, y Juan Simón como surrapo, en homenaje al pueblo y al Padre Bolívar. Hoy en día, todos sus hijos son cantantes reconocidos, creadores respetados.
En 1983 organizó “La canción bolivariana” en el estadio “Luis Aparicio” de Maracaibo, donde participaron grupos y cantores de toda América, que llegaron jubiloso a actuar, gracias al amparo de su amistad.
Alí Primera sólo logró vivir 43 años, la muerte lo sorprendió en la autopista Valle-Coche de la capital venezolana la madrugada del 16 de febrero del año 1985. Salía de grabar su canción “El lago, el puerto y su gente”, cuando su cuerpo quedó aprisionado, dilacerado entre el amasijo de fierros humeantes al que se redujo su camioneta, impactada por un auto a mucha velocidad. Esa madrugada aciaga, le tocó a su coterráneo Charles Arapé, locutor nativo de la Sierra de Coro, reconocer su cadáver en la morgue Bello Monte, y luego encender junto a Lil Rodríguez la pólvora del hecho noticioso. Latinoamérica despertaba con asombro ante el anuncio de la trágica muerte del “Cantor de la patria buena”.
Sus exequias se recuerdan con una larga caravana de Caracas a Falcón entre las notas de sus canciones entonadas por estudiantes, seguidores y amigos de toda Venezuela. Fue sepultado en un cementerio humilde de su árida provincia Paraguaná. Una extensa marcha fúnebre entre claveles rojos llevó el ataúd en hombros, con su emblemática camisa bermeja y su cadena con el rostro de Jesucristo.
Vimos a Alí por última vez en la plaza de la urbanización La Victoria, cuatro días antes del cruel desenlace, el 12 de febrero “Día de la juventud”. Cantó ante el busto de José Félix Ribas, rodeado por los habitantes de una casa que lo acobijó con amor toda su vida, la “Maracaibo” de Josefina y Armando Molero.
Han transcurrido casi tres décadas de esas noches de parranda en Cerros de Marín. Y a setenta años de su nacimiento, en las tardes de cielo colorado sobre la cuenca lacustre, aún se escuchan sus danzas, sus notas se esparcen y rebotan desde la rada ardiente del lago, hasta las arenas falconianas, casa de su amada Mamá Pancha; comadrona y rezandera. Llegan hasta el mismo medanal donde lo sembramos, para que siga germinando entre el cardonal y las piedras violetas de la sal.