“…sólo con una ardiente paciencia
conquistaremos la espléndida ciudad
que dará luz, justicia y dignidad
a todos los hombres.
Así la poesía no habrá cantado en vano…”
(Pablo Neruda, discurso de aceptación del Premio Nobel, 1971)
A Hesnor Rivera lo veía caminar con su elegante traje inglés, con impecable corbata y pañuelo recamado en el bolsillo izquierdo por el pasillo de salida de la Escuela de Letras en la Universidad del Zulia. Transitaba con un maletín de cuero, siempre fumando, saliendo de su clase de letras hispánicas, saludando gestualmente, en silencio, con paso de caballero reposado. Lo miraba avanzar por los pasillos de la universidad centenaria, mientras hacía tiempo para entrar a mis clases de comunicación social, a ratos leyendo o viendo a los transeúntes pasar entre sorbos de café. Así conocí al poeta de trato afable, de saludo siempre correspondido en silencio.
Me instalaba en una de las bancas frente al anfiteatro que algunos años después nombrarían en su honor “Auditorio Hesnor Rivera”, donde presencié, a mediados de la década de los años ochenta, la conferencia de Carlos Fuentes propiciada por el profesor Cósimo Mandrillo. Allí vi a Alí Primera con su camisa bermeja y su Cristo de plata colgando en el pecho, haciendo corear sus temas a los asistentes, entre consignas y ovaciones. Desde esos escaños veía al poeta Rivera pasar parsimonioso, y me hacía rememorar la maestría con la que conducía su programa radial “La palabra y su sombra” en la emisora La Voz de la Fe, los días lunes por la noche, recitando versos propios y ajenos, con voz de barítono, de declamador impecable, con timbre de registros bajos y atinando con la rítmica que impone la poesía hablada:
“…Un lago en cuya superficie roja bailan las cabezas reblandecidas
de las naranjas abandonadas por los navegantes borrachos…”
Hesnor tuvo el talento inusitado para leer su poesía, era casi un encuentro musical oírlo declamar sus textos. A diferencia de poetas como Pablo Neruda con su voz nasal y gangosa, u Octavio Paz con su voz tímida y llana, además de su pose de genio mal humorado. En cambio, el poeta Hesnor orquestaba los poemas al leerlos, su forma de declamar sus textos sólo era comparable con la puesta en escena de un buen actor, o de los poetas con prestancia para los auditorios, como Jaime Sabines o Juan Gelmán. Al igual que Rivera, estos poetas tienen atributos de oradores griegos, solícitos al articular sus parlamentos.
Nuestro poeta viandante nació el 12 de julio de 1928 en Maracaibo, una ciudad de sólo 100.000 habitantes para entonces, que comenzaba a aparecer en los periódicos y en la cartografía mundial como la tierra del petróleo abundante. Desde muy joven se mostró prendado de su ciudad-puerto, metrópoli que amó y poetizó en tres períodos creativos. El primero, el puerto de mercaderías sencillas, reino de la yuca, linos y organdí, aceite de coco y zapotes, que evocaba las naves de Alonso de Ojeda surcando el lago:
“…Pequeño y ágil capitán piel de mapa…”,
empeñado en fundar la aldea frente al lago que él llamó San Bartolomé:
“…La ciudad no existía, no tenía como ahora la plazuela, y su faro,
su catedral anclada entre los barcos, sus barcos en la red de las torres,
y sus torres en el alma del bosque…” (Las Ciudades Nativas)
“…Mis antepasados los marinos, cambiaron sus barcos por cabalgaduras,
para entrar al reino de la tierra, mis antepasados se nutrían de la gracia
que hace florecer en la arena, la llama vegetal de los peces…”
El segundo, de la ciudad que rapta el alma del poeta, puerto de ultramar, una urbe soñada como un faro marino:
“…Nacer en Maracaibo significa, que uno anda casi siempre,
no se sabe de qué sitio, muy lejos…
A diario el eco de las nostalgias, se vuelca sobre sus propias huellas…”
El tercer período creativo, lo motiva el boom petrolero que comenzó en los años veinte, y que creó una nueva cultura, que él visualiza como: “Una ciudad con lluvia negra”, la ciudad asediada por los signos de la degradación.
“Un chorro de petróleo vale más que una mano,
más que un hijo con su vida al hombro.
Más que un lago con las bellas formas
de las hojas de la centella mojada…”
Miguel Ángel Campos en su libro “La Ciudad Velada” (2001) lo describe como un “flaneur”, un paseante, viajero de mundos.
“…Maracaibo debió ser para Hesnor Rivera apenas el símbolo de un encierro:
nombrada como puerto antes que signada…”.
Ciertamente el poeta Rivera recorrió buena parte del mundo, salió a Chile, allí conoció al grupo poético Mandrágora, ligado al creacionismo. Regresó a Maracaibo y participó en la fundación del grupo poético Apocalipsis en 1956, de esencia surrealista, donde comienza a desarrollar su obra en paralelo con César David Rincón, Miyó Vestrini, Atilio Storey Richarson, Néstor Leal y Laurencio Sánchez. Era la pléyade del bar “Piel roja” que construía una ciudad de evocación.
Viajó a Colombia a nutrirse de la amistad con el poeta Juan Sánchez Peláez, uno de sus amigos predilectos, que fungía como diplomático en la nación neogranadina, al que había conocido en Chile ligado al grupo Mandrágora. Visitó su residencia en Bogotá y allí escribió su poema más divulgado, “Silvia”:
“… Las mujeres que me amaron de seguro han muerto,
ellas pertenecían a una raza distinta…”.
Según Rafael Arráiz Lucca: “…pocas veces un poema ha calado tanto en el ánimo de los lectores como lo ha hecho Silvia, incluso hay quienes lo recuerdan de memoria. Su musicalidad y su dramatismo lo hacen memorable” (“El Libro del Amor”, poesía amorosa universal, 1997)
En la década de los sesenta publica tres libros, en 1963 “Red de éxodos”, en 1965 “Puerto de Escalada” y “Superficie de Enigma” en 1968. Antes, había viajado a Europa. Se estableció en Alemania y luego en Francia, allí conoció los movimientos vanguardistas de la literatura, los mitos y creadores del surrealismo: André Breton y sus cadáveres exquisitos en Clichy. Un Hesnor citadino que se dejó embeber por el cubismo y los movimientos por la libertad de pensamiento; era París la gran metrópoli del ensueño artístico.
En los setenta publica cuatro libros: “No siempre el tiempo siempre” (1975), “Las ciudades nativas” (1976), “Persistencia del desvelo” (1976) y “El visitante solo” (1978).
En la década de los ochenta publica dos: “La muerte en casa” (1980) y “El acoso de las cosas” (1982). En los noventa publica sus tres últimos libros: “Los encuentros en la tormenta del huésped” (1998), “Secreto a voces” (1992), y “Endechas del invisible” (1995); este último de marcado tono luctuoso. En total publicó en cuatro décadas, desde los años sesenta hasta finales de los noventa.
Cuando regresó a Venezuela, se integró a la dirección del Diario Panorama, desarrollando su gestión gerencial, sus reportajes y crónicas. En Maracaibo ancló para siempre. Comenzó su fecunda relación con la Universidad del Zulia como profesor de la Escuela de Letras. En la década de los ochenta esa escuela vivía en constante tensión, un grupo de catedráticos acordaron desaprobar el Doctorado Honoris Causa para Jorge Luis Borges, que estaba de visita en Venezuela, alegando que fue indulgente con las satrapías militares del cono sur, lo cual era cierto, pero desconocieron su obra literaria prodigiosa e imperecedera. Estos intelectuales de izquierda estaban enfrentados a un grupo de intelectuales y escritores que consideraban aristócratas, burgueses, bohemios, conservadores. En ese grupo conservador se encontraba el poeta Rivera.
Hesnor logró una gran obra poética, reconocida. Quizá le ha faltado el impulso publicitario que las editoriales han brindado a otros poetas más traducidos. Logró una cosecha de doce libros en total, más tres antologías publicadas con honores. Sin duda, él representa la voz lírica más elevada del Zulia en el siglo XX.
Veo la entrada del auditorio de la Facultad de Humanidades, reviso su placa de bronce oscuro con la inscripción de su nombre una década después de fallecimiento, víctima de un cáncer de páncreas. La muerte con forma de cangrejo se lo llevó el martes 17 de octubre del 2000 a los 72 años, cuando preparaba su decimotercer libro, “La gramática del alucinado”, que dejó inconcluso.
Casi como un epitafio:
“… Los peces se aprendían de memoria el canto de los pájaros,
para alabar la transparencia de los amores del agua….”
La última vez que vi al poeta Rivera, conversaba en una mesa del restaurante El Patio en el Hotel del Lago con su compadre el Doctor Machado, apoderado de esa empresa, su amigo entrañable desde los tiempos de su matrimonio con la profesora Martha Colomina. Allí lo saludé con admiración y reverencia, un año exacto antes de su partida.
Estoy seguro que sin la poesía de Hesnor Rivera, nos hubiese costado mucho erigir el amor por esta ciudad. De eso, el lago y sus capitanes son testigos.