Era señor de la comarca el cacique Zapara. Tenía una bella hija, la princesa Maruma, quien junto con su padre solía recorrer los parajes selváticos situados al sur, lugar este vedado a todo extraño. Cierto día Zapara tuvo que ausentarse hacia los horizontes marinos. Maruma resolvió salir de cacería. Llevando arco y flechas y a la cintura ceñida la aljaba, la doncella se internó la espesura. De pronto se encontró de frente a un ciervo. Preparó el arco y cuando iba a dispararlo, el animal cayó herido de muerte. Ante el asombro de la india, surgió de cercano matorral un apuesto mancebo. Era Tamare, quien se había adelantado a la intención de Maruma. Desde aquel momento se hicieron buenos amigos.
Tamare era poeta y músico y Maruma pasaba las horas junto a él, oyéndole embelesada.
Pero Zapara regresó y fue grande su disgusto al darse cuenta de la presencia de aquel intruso. Entonces, rugió colérico y batió la tierra con su formidable planta. Al punto, la selva se estremeció y se hundió. Los ríos se precipitaron con ímpetu desde las cordilleras y vaciaron sus torrentes en el abismo abierto.
Para completar la venganza, Zapara abrió la tierra hacia el norte. Así se formó la barra, por donde penetraron las aguas del mar. Al concluir su obra, el cacique se convirtió en la arenosa isla que hoy lleva su nombre. Luego, la choza donde se guarecieron Maruma y Tamare fue tragada por las aguas y entre cantos y ensueños se hundieron los dos jóvenes.
Las aguas lacustres quedaron así encantadas por inspiración poética. Desde su esencia, este estado está íntimamente ligado a su legendaria génesis. Musa y poesía en el Lago de Maracaibo, testigo de la historia de cada zuliano. Una tierra amada por el Sol, bendita por María de Chiquinquirá y bautizada por el Relámpago del Catatumbo.