“En cada tambor habita un espíritu”
Juan de Dios Martínez (Bobures 1945-2005)
Rafael fue el educador que me enseñó que Yemayá es la diosa del mar, la reina de las aguas, la deidad orisha que cuida de los nautas que buscan alimentos marinos; ella guía a los viajeros de los mares. Era un maestro de la santería, con una importante militancia cultural. Él nos enseñó a valorar el aporte africano en nuestra música zuliana, a entender la grandeza de la percusión afroamericana como lenguaje del oprimido, y como celebración del creyente santero. Fue un educador que dejó honda huella: Rafael Valladares. Fue el exponente pionero de la cultura yoruba en Maracaibo, el primero en el arte de unir los tambores africanos con el culto a Ochún, Obatalá y a Changó, el dueño de los tambores y el trueno. Changó era su orisha predilecto, su santo rector, su guía en la guerra diaria de la vida. Al santo le celebraba su día el 30 de septiembre con un ritual mágico-sincrético, pues se consideraba un hijo de Changó.
Rafael estuvo apegado a la ideología socialista, al igual que Pablo Neruda y Pablo Picasso, en un tiempo profesó su admiración por Joseph Stalin, aunque luego le puso un bemol a esa fascinación. Dejó muy claro su apoyo y admiración al proceso cubano, el que vio nacer siendo un joven estudiante en la UCV, en 1959.
Había nacido en julio de 1941 bajo el signo del león, marcado por el apellido que tiene en sí mismo la definición de su personalidad, Valladares: un toponímico que proviene de “valladar, defensa natural que impide una invasión o allanamiento” (DRAE, 2014). Así era él, un hombre atrincherado en su africanía, lo que representaba su mayor querencia. Era escrupuloso para mostrar sus afectos, sólo brindaba su amistad cuando estaba seguro de no errar, de tener la reciprocidad adecuada.
Lo conocí en las aulas de la Facultad de Ciencias, en el antiguo aeropuerto de Grano de Oro, cuando dictaba las cátedra de Orientación, y Estudio y Compresión del Hombre, de las que hacía un foro del conocimiento universal. Luego compartimos en las aulas de la Facultad de Humanidades, cuando hice la carrera de Comunicación Social, fue siempre un irreverente, mordaz, hombre bien intuido, con gran sentido de humor y de la ironía, muy agresivo a veces. Le gustaba el tabaco habano y los cigarrillos negros, los combinaba con un expreso doble al que le incluía cardamomo y canela, especies que portaba en su marusa, su bolso personal.
El Negro Rafael Valladares pasaba largas horas con los alumnos en los pasillos de la Universidad del Zulia, hablando de la vida, de sus avatares. Allí les enseñaba por largas horas, quizá para ello empleaba más tiempo que en las propias aulas. Fue un cuentacuentos, un pedagogo natural, al que muchos seguíamos porque nos acercaba al mundo fascinante de Benny Moré, Vladimir Lenin, Malcom X, Nat King Cole, The Black Panters, del poeta Nicolás Guillén y Leroy Jones. Eran conversatorios realizados en su ágora imaginaria, con el más puro estilo caribeño.
En cuanto a su religión yoruba, él fue pionero en el Zulia, fue un devoto que inició esa creencia en estas tierras, un orgulloso heredero de los cultos nigerianos y de los ceremoniales de Benin. Mucho antes de esta avalancha esnobista de gente usando collares multicolores, cuyo significado muchos no conocen, que ignoran cómo se originaron. Rafael practicaba la religión yoruba cabalmente, con dignidad, sin complejos por ser negro. Cuando la gente lo rechazaba por sus atuendos, su afro, sus collares intimidantes; o se querían demostrar contrarios a su opción religiosa, sentenciaba categórico: “Todo ignorante es irreverente”.
En el año 1973, cuando apareció en escena la orquesta cubana Irakere (vocablo yoruba que significa bosque) dirigida por el pianista Chucho Valdés; se pusieron de moda las mantas yorubas multicolores, prenda que lució Valladares con orgullo toda su vida. La consideraba una prenda de distinción, que proporcionaba buen Aché, es decir: buena estrella. Al lucirla ofrendaba a su santo: Changó, el santo guerrero.
En 1983 inauguré mi programa “Caribana” en Radio Selecta 1390 AM, era un espacio dedicado al jazz latino y a la salsa. Dirigía esa emisora el padre jesuita José Baquedano y compartía la responsabilidad de producir y animar el programa con Evaristo Pérez Suárez. En ese compromiso, nuestro principal aliado fue el profesor Valladares con su magnífica discoteca. Él calculaba que tenía cerca de 10.000 discos de larga duración en su apartamento, ubicado en la entrada a la urbanización La Victoria, donde vivió varios años junto a la profesora María Esperanza Ruiz y sus hijas: Patricia y Susana. Su residencia estaba ubicada muy cerca del busto del General José Félix Ribas, sitio donde vimos cantar a Alí Primera por última vez, el 12 de febrero del año 1985, exactamente cuatro días antes de morir en un accidente de tránsito en una autopista de Caracas.
Cuando llegaron los años 90, hicimos un equipo para dictar cursos a los aspirantes a locutores, las clases las dictábamos en los salones del Hotel Kristoff, eran los días sábados, junto a Moraima Gutiérrez, Danilo Bautista, Tomás Aquino Font y mi esposa Marisela Árraga. Años más tarde, Marisela y Rafael serían compañeros de trabajo en el Departamento de Psicología de la Universidad del Zulia.
Rafael siempre mantuvo una comunicación fluida y constante con su hermana Norka, la actriz y licenciada en letras de la UCV, exsecretaria de cultura del estado Zulia; y con su sobrino Fernando, músico, encargado de la percusión en Guaco desde los años 80, donde permaneció por 16 temporadas, para luego emprender su carrera en solitario.
La muerte sorprendió al profesor Valladares mientras jugaba con su hijo menor, Rafael Valladares Cedeño, en su hogar junto a Thaís Pilar Cedeño, su segunda esposa. Años antes había pasado por el doloroso divorcio de María Esperanza. La tarde del 17 de enero de 2009 su corazón dejó de latir, ya estaba retirado de la educación, era profesor emérito de La Universidad del Zulia, donde hizo carrera por 30 años. Había girado instrucciones a su mujer Thaís Pilar, para ser enterrado según el rito yoruba: vestido de lino blanco, con su gorro de santero, con la bandera cubana entrelazada con la venezolana en sus manos, y con música de tambores. Su sobrino Fernando se encargó de ponerle música en el féretro, lo acompañó con descargas de rumba, guaguancó y salsa durante todo el velatorio. Lo llevamos al son de chimbangles hasta su tumba en el cementerio San José, el vetusto camposanto “El redondo”. Sus restos reposan en el osario de su familia, junto a las cenizas de su madre y sus hermanas.
Allí lo sembramos ese mediodía ardiente, entre tragos de ron, tambores y bailes, tal como él lo pidió. El aire se espesó de sentimientos nostálgicos, pocos fuimos los convocados para despedir al negro Rafito, un educador insigne, un hombre que marcó su tiempo como auténtico catedrático y melómano de gran sabiduría.
Saliendo del cementerio, el profesor Omar Muñoz Ramírez, uno de sus cofrades más queridos, me comentó: “Cuando me conseguía a Valladares en los pasillos de la universidad y lo saludaba, siempre me decía: Tú eres el único político que saluda después de terminada las campañas, los demás se olvidan de la gente”. Luego, junto al Primacho Alfredo Arrieta, nos largamos el final de una botella de ron, al amparo de la sombra de las acacias y búcaros, cerca del frontis, en la entrada del viejo cementerio San José, donde está la vieja placa que reza: “Fundado en 1924 durante el gobierno del Benemérito Juan Vicente Gómez”.
Por muchos años recordaremos al Negro Valladares, su generoso aporte al conocimiento y valoración de la africanía en Venezuela. Espero que ahora esté en el panteón de los orishas, sonando tambores, enviándonos su buena energía y su amor por la música negra. Él fue un legítimo orisha zuliano.
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