A pesar de haber nacido en Suiza, de ser hijo de un francés y una rusa, Alejo Carpentier siempre se definió como cubano: con todos sus sones y sus guajiras, con el proverbial tabaco y sus rones añejos. Nació el 26 de diciembre de 1904 en Lausana a orillas del lago Lemán. Comenzó a respirar los aires marinos de Cuba en 1908, allí realizó sus estudios primarios y comenzó a cursar la carrera de arquitectura, quizá para seguir los pasos de su padre Jorge Julián. Carrera que abandonó por dedicarse con la mayor pasión al periodismo y a la musicología. Después se convirtió en uno de los escritores fundamentales del continente, con la publicación de cuatro obras maestras de la narración:
- “Ecué-Yamba-Ó” en 1933.
- “El reino de este mundo” en 1949.
- “Los pasos perdidos” en 1953.
- “El siglo de las luces” en 1962.
Fueron obras destinadas a situarse en la cumbre de las letras, a perdurar, llenas de intuición onírica, dentro de un maravilloso realismo, movimiento del que Carpentier fue pionero:
“Un día, los hombres descubrirán un alfabeto en los ojos de las calcedonias, en los pardos terciopelos de la falena, y entonces se sabrá con asombro que cada caracol manchado era, desde siempre, un poema”.
Dirigió varias revistas culturales, se hizo corresponsal respetado en París, en su segunda patria: la Francia que albergaba a todos los artistas importantes del mundo. Era un bilingüe natural (español-francés), llegó a dominar el inglés. Fue un hombre culto en tres idiomas distintos. Al hablar en español, no podía esconder su irreducible “ere francesa”, como le pasaba a Julio Cortázar.
En París, día a día se codeó con la vanguardia artística, especialmente con los surrealistas.
En 1949 llegó a Venezuela para pasar una temporada que se extendió por 14 años. De la mano de su colega y entrañable amigo Miguel Otero Silva, escribió para el Diario El Nacional. Fue parte de “Ars Publicidad” por invitación de Carlos Eduardo Frías, pues Alejo era experto en radio, un insigne guionista. En El Nacional publicó crónicas magistrales dedicadas al Auyantepuy, el río padre Orinoco, la Gran Sabana, Río Chico y los tambores de la Costa Central. Algunos parajes los denominó “tierras ignotas”. Fue muy criticado por su cercanía con el dictador Marcos Pérez Jiménez, aunque nunca fue su funcionario ni su asesor, pero participó en varios eventos musicales junto al rechoncho militar andino. Hay fotografías que dan cuenta de esa cercanía. Como él mismo describió, muchas veces escuchó “el lúgubre taconeo de las botas militares” en el valle de Caracas, en ese decenio 1950.
Revisando parte de su obra, me sorprendió su crónica sobre Maracaibo, ciudad que visitó en 1954. Carpentier describe la urbe-puerto así:
“Una ciudad con intensa actividad y un abigarrado hormigueo en sus mercados, el tráfago de la zona portuaria. Con el motivo heráldico del ferri en perpetua travesía, que hubiera hecho las delicias de Walt Whitman”.
Cuando el escritor nos visitó, faltaban ocho años para que se inaugurara el Puente sobre el Lago, por ello pudo ver la escena del transporte con los viejos transbordadores y las lanchas “Navecas”, y evocar los versos del poeta Whitman contemplando los ferries surcando el río Hudson.
Las casonas del sector Bella Vista también le impresionaron, así las describió:
“De alto hastial, cuyas vertientes de teja plana descansan sobre el propio borde de la pared, sin desparramarse en sobradillos o aleros. Las fachadas aparecen pintadas de colores oscuros, destinados a menguar la reverberación, a quebrar la luz”.
Dejó constancia del interés que tenía por conocer la ciudad, y luego recorrió parte de la Costa Oriental. En su pieza periodística intitulada “Impresiones de Maracaibo”, compilada en su libro “Crónicas caribeñas” de la Editorial Letras Cubanas (2012), establece una analogía entre la arquitectura de La Habana y la de Maracaibo, sobre todo por “los apliques de las puertas y ventanas de las casas” con fachadas multicolores:
“Ese cromatismo tan útil como decorativo, se enriquece con florones, metopas y adornos que conforman un todo coherente. De inequívocas influencias holandesas”. Finalmente dice evocar los colores en los lienzos del pintor holandés Vermeer de Delf (1632-1675) icono del período Barroco.
Cierra su bella crónica con la frase:
“En cuanto al color, ¿Y por qué negarnos a señalar la analogía? Es muy semejante al que pudiéramos encontrar en algunos rincones de Venecia”.
Alejo Carpentier murió en París siendo diplomático cubano, a los 75 años de edad, padecía cáncer. Fue la mañana del 26 de abril de 1980, estaba junto a su segunda esposa Lilia Esteban Hierro. Dejó un total de 37 publicaciones, entre crónicas, novelas, conferencias y antologías personales. Fue distinguido en 1977 con el Premio Miguel de Cervantes en Alcalá de Henares; el primer escritor no nacido en España que obtuvo ese galardón. Premio reconocido desde entonces, como el más importante de las letras castellanas.
Las cenizas del gran escritor cubano, descansan en la hermosa Necrópolis de Colón en La Habana.
Debemos sentirnos orgullosos de ese gesto cortés y generoso del maestro Alejo Carpentier, al dedicarle unas páginas a nuestra ciudad lacustre. Él la miró con ojos de descubridor entusiasta, de viandante enamorado.
León Magno Montiel
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