“Hay dos formas de ver la vida:
una es creer que no existen milagros
y la otra es creer que todo es un milagro”.
Albert Einstein (Alemania, 1879-1955)
Era un día espléndido, era domingo 15 de enero. Amaneció marcado por el ambiente gélido del severo invierno en la Costa Este de los Estados Unidos. Mientras la tarde transcurría plácidamente, unos 155 pasajeros y 5 profesionales de la tripulación abordaban el vuelo 1549 de Airways, en el aeropuerto de La Guardia, el que sirve a la ciudad de Nueva York. Saldrían con destino a la ciudad de Charlotte en Carolina del Norte. Ese último día de una semana registraba excelente clima, a pesar de los menos 5 grados centígrados de temperatura, óptimo para volar: despejado, con buena luz, sin nubosidad ni lluvias, sin la más mínima amenaza de nevada.
El Airbus 320 despegó pilotado por el veterano capitán Chesley Sullenberger, un sureño de 57 años de edad, profesional a punto de retiro luego de 29 años de servicio en vuelos comerciales y 40 años en la aeronáutica en general. Gozando de prestigio como buen aviador, y una sólida reputación que le venía de su juventud, cuando fue piloto de aviones de combate F-4. Allí demostró destreza y arrojo como miembro del grupo élite de pilotos, perteneciente a la Fuerza Aérea de Estados Unidos.
Cuando se cumplían los primeros 2 minutos de vuelo, el avión se topó con una bandada de pájaros, eran gansos, aves que suelen volar en esa época del año hacia el río Raritan desde los lagos de Canadá. Son gansos de la familia barnacla, que vuelan ordenados en triángulo largas distancias, a mucha altura para burlar a sus depredadores. Se produjo un grave problema, una ingesta de aves en ambas turbinas que terminó afectándolas seriamente. El piloto se percató del intenso olor a quemado, de la repentina pérdida de potencia y lo reportó a la torre de control. Ellos le ordenaron regresar de inmediato. El avezado capitán Sullenberger intuyó que no tenía tiempo para esa maniobra y decidió realizar un amerizaje en el oscuro río Hudson, y así lo informó a los controladores de la Guardia Airport y estos se quedaron en silencio varios segundos, absortos en su pánico y sin respuestas, mirándose entre sí.
En el mes de enero, las aguas del Hudson están casi a punto de congelación, ese día el guardacostas anunció que estaban a 4 grados centígrados. El anchuroso río divide las ciudades de Nueva York y Nueva Jersey, es un imponente cuerpo de agua, lleno de leyendas, tal como lo describe en sus novelas el judío-neojerseita Philip Roth. El río fue nombrado así en homenaje al inglés Henry Hudson quien lo navegó y lo cartografió en 1609. Pero esa mañana de invierno, el épico afluente no garantizaba un amerizaje a salvo.
Mientras el avión realizaba el viraje, cada segundo que transcurría iba perdiendo potencia, el capitán trataba de llegar al delta del río. Esa tarde dominical la ciudad de Nueva York hacía honor al título de “capital del mundo” por la aglomeración excesiva de personas y vehículos. Su puerto es el segundo de la nación en contenedores embarcados y desembarcados diariamente, siempre atiborrado de marinos y naves en tránsito.
Los 155 pasajeros fueron informados por el capitán Chesley Sullenberger del repentino regreso, más no de la maniobra para amarar, hasta último momento ignoraron lo que pretendía el capitán. Desde el cielo, los 506 kilómetros de extensión del río Hudson parecen sólo un hilo plateado serpenteando entre las dos gigantescas metrópolis, pero el capitán Sallenberger había tomado la decisión de ir al río, y de ello dependía su vida, la de 155 pasajeros y la de su tripulación. Logró acoplar el avión y descendió lentamente ya con los motores apagados, ambos colapsados por el impacto de los gansos. Bajó en dirección hacia la desembocadura del río, donde el Hudson se encuentra con el océano Atlántico.
Es bien conocido, que el impacto con las aguas puede resultar en estos casos similar al impacto con la tierra firme, de tal manera; que pudo haberse destrozado la nave al tocar la superficie del agua; muchas veces ha pasado. Unos 6 minutos después del despegue se produjo el milagro, finalizó con éxito la prodigiosa maniobra de amerizaje que salvó la vida a 160 personas, entre los que iban familias enteras, niños juguetones, parejas jóvenes enamoradas, ancianos que huían del frío glaciar de Nueva York. Sólo hubo un lesionado, un hombre corpulento que no se colocó el cinturón al descender y se fracturó ambas piernas. No se registró ninguna víctima mortal.
Cuando el avión se detuvo, el capitán acompañado de su tripulación, abrió las compuertas y lanzó los toboganes inflables de emergencia, en línea paralela con las alas del Airbus. Los pasajeros y tripulantes salieron ordenadamente y luego fueron rescatados por buques de la policía portuaria y algunas lanchas de socorro. Estaban conscientes de que el avión en 15 minutos podría irse al fondo del río, que tiene unos 50 metros de profundidad. El capitán Chesley fue el último en descender, antes revisó dos veces el avión, para cerciorarse que no quedaba nadie adentro.
La hazaña la vi esa tarde del domingo por televisión, en Maracaibo, deleitándome con el solaz, luego de un extendido almuerzo familiar, disfrutando la vida hogareña lenta y tibia. Sin embargo a lo interno, estaba impactado por el evento, preguntándome ¿qué sentían esas personas al volver a nacer? Gracias a la hazaña del capitán Chesley Sullenberger, sus pasajeros celebraban entre risas nerviosas y llanto catártico su segunda vida; lo que sería su nuevo y milagroso cumpleaños.
Unos días después, el heroico capitán anunció su retiro definitivo, su decisión irrevocable de dejar la compañía Airways, así ponerle colofón a su brillante carrera de aviador. Con un final casi fílmico colgó su uniforme, con un pasmoso último capítulo donde la nación lo nombró por unanimidad: héroe.
Ahora Míster Sully, como le llaman sus amigos, celebra dos fiestas de cumpleaños: la del 23 de enero, día en que llegó al mundo en Carolina del Norte (en 1951) Y siete días antes, suele organizar con varios pasajeros del vuelo 1549, ahora sus amigos incondicionales, su nueva vida: la que comenzó la tarde del 15 de enero del 2009.
Reviso las palabras del sabio de Ulm, Albert Einstein, sobre la forma de ver la vida, la posibilidad de los milagros, y confieso que no todo en la vida es un milagro, pero estos son parte de la existencia: los prodigios afloran, se revelan cuando menos lo esperamos. Si bien el capitán Sullenberger tenía una impecable formación, vasta experiencia, muchas horas de vuelo acumuladas, y una elevada inteligencia; no cabe duda que también fue un milagro su maniobra de descenso sin motores, el perfecto ángulo que describió su nave planeando antes de tocar las aguas poderosas del Hudson. Una obra maestra de la navegación aérea, plasmada en solo seis minutos. Así logró que todos sus pasajeros sobrevivieran al percance, a un momento tan aciago. Al señor Einstein yo le diría: si existen los milagros, esa es mi forma de ver la vida.