“Diccionario no eres tumba, sepulcro, féretro
tumulto, mausoleo sino preservación.
Fuego escondido, plantación de rubíes,
perpetuidad viviente de la esencia
granero del idioma”
Pablo Neruda (1904-1973)
El 10 de febrero del año 1981, Gabriel García Márquez publicó una magistral crónica sobre María Moliner, la autora del celebérrimo “Diccionario del uso del español”, obra de casi 3.000 páginas, con múltiples reediciones, que goza de un gran reconocimiento en la comunidad mundial de hispanohablantes. La crónica garcíamarquiana relata la odisea de esta bibliotecaria aragonesa que en 1951 comenzó a escribir su diccionario, y dieciséis años después se lo publicó la Editorial Gredos, en el invierno de 1967. Ella criticaba el diccionario de la Real Academia Española porque “sólo admitía las palabras embalsamadas, casi a punto de morir, como colgadas de un clavo”. Moliner creía en cambio en la lengua viva, tal como la utilizamos en los periódicos, en las cartas. Hoy todos reconocen su labor titánica, su aporte inconmensurable a nuestra lengua, fraguado en miles de fichas que colmaron su aposento por años.
Los diccionarios son la elaboración centenaria, son el granero del idioma, como dijera Neruda en sus “Odas Elementales” de 1954. Estos siguen apareciendo de toda índole y en todas las lenguas del planeta. A principios del siglo XX sorprendió y levantó polvaredas de comentarios el “Diccionario del Diablo” del norteamericano Ambrose Bierce, cargado de un humor corrosivo y de una gran mordacidad para dinamitar los conceptos clásicos de la vida, reinventándolos con su fina arquitectura de la ironía.
Cada día se publican nuevos diccionarios de disciplinas científicas o artísticas, de quehaceres, labores y tendencias disímiles. Muestra de ello, es el “Diccionario de pensamientos de Fidel Castro” de Editorial Política, publicado en el 2008 en La Habana, es un denso calepino ideológico castrista, compilado por Salomón S. Serfati.
Sin embargo no contábamos, sino hasta hace poco, con el diccionario de Orientación, una disciplina en ascenso en el mundo científico, de gran utilidad en el esclarecimiento de la vocación estudiantil, la atención de los estudiantes en todos los niveles y de las personas, cualquiera sea la edad en la que se encuentren, con sus problemáticas, crisis, anhelos.
Les presento el epílogo que escribí para la primera edición del “Diccionario temático de Orientación” de la autoría de las profesoras de la Universidad del Zulia Marisela Árraga de Montiel, Marhilde Sánchez, Jeanette Márquez y Judith Díaz. Sin duda una obra importante, necesaria y de un gran mérito académico; próxima a reeditarse.
EPÍLOGO
El diccionario es el libro que jamás culminamos de leer, es el libro del eterno regreso para todo lector. Escudriñamos sus lomos buscando los significados más diversos, el puente que nos ayude a conectarnos con los autores y sus ideas, con los recovecos de sus ideas, con las aristas de los significados.
El diccionario nació en la antigua Mesopotamia, en tablas que lograban compilar palabras importantes por orden del Rey Asirio, amante de los trabalenguas y la poesía del siglo VII (antes de Cristo). Luego de esa primera compilación de términos en acadio, apareció la creación del filósofo griego Apolineo, que llamó “lexicón”. En 1480, William Caxton estremece la sombría Europa con su diccionario para viajeros y comerciantes, con términos del inglés al francés. Sólo habían transcurrido 31 años de la publicación del misal de Gutenberg en Alemania, que luego, con la publicación de la Biblia patentó su invento de la imprenta de caracteres móviles, que cambió al mundo.
Con el tiempo, los diccionarios se hicieron imprescindibles para el estudio, la investigación de los derviches, monjes, novicios, para los poetas que querían entender los vocablos en griego de Homero en su Ilíada. Alumnos de cualquier grado y de todas las áreas del saber se habituaban a consultarlos. Los hicieron en piedras, maderas, papiros, pergaminos, volantes y panfletos, hasta que llegó a su cuerpo impreso tal como lo conocemos desde el siglo XVII gracias al lexicólogo español Sebastián de Covarrubias, quien en 1611 publicó “El tesoro de la lengua castellana o española”, con todas sus palabras en perfecto orden alfabético. Ese fue un esfuerzo pionero.
En nuestros días todas las disciplinas científicas tienen su diccionario, todas las artes, las carreras universitarias. En ellos consultamos etimologías, términos económicos, nuevas acepciones de la lengua, arte, mascotas o inventos. Los tenemos de todos los formatos, impresos, digitales, y hasta de voz comprimida.
Pero faltaba un diccionario de los términos utilizados por los Orientadores en los distintos niveles de educación y escenarios en los que se desempeñan. Un diccionario que fuese un instrumento de trabajo para el profesional que coadyuva en el desarrollo gradual del individuo, y especialmente de estudiantes. Cada día, esta rama de la vida académica exige más agudeza, mejor conexión con los discípulos cursantes en las distintas carreras y quienes buscan ayuda, para lograr que descubran y desarrollen sus potencialidades. De allí, la importancia de este logro de las profesoras Marisela Árraga, Marhilde Sánchez y sus colegas, al compilar en esta hermosa edición los términos que manejan los profesionales de la Orientación en la actualidad.
Bien vale la pena agradecer a nuestra alma mater, la Universidad del Zulia, y a Fundacite el mecenazgo ejercido para este logro.
El vocablo orientador, el “dicto” como acción de decir que marca la labor orientadora, ahora tiene una nueva fuente de luz, de reencuentro de significados en este hermoso volumen, que esperamos esté en todas las escuelas y universidades de Venezuela y América Latina.