Esa tarde de mayo se tornó en un tiempo de tedio en la isla de Puerto Rico. Maelo soboreaba un café recién colao junto a su madre Margarita Rivera, veían la televisión en silencio, sin mucho interés, cuando un infarto destrozó el corazón de ese hombre del canto. Apenas tenía 56 años quien había sido la voz de la bomba y la plena en la década de los 50, 60, y de la salsa en los 70. Él había conquistado el título de “El Sonero Mayor” dentro del movimiento salsero continental, gozaba de un respeto unánime en su gremio. Esa vida que se apagaba hacia las 5.15 de la tarde, fue breve e intensa, la de un cantor rural, un jíbaro que había comenzado en la calle Calma de Santurce, el 5 de octubre de 1931: el gran Ismael Rivera.
Desde que era un adolescente se sintió atraído por los deportes y por la música de calle, especialmente los ritmos folclóricos de su isla Borinquen. Comenzó a ganarse la vida como albañil, pero los fines de semana era el tiempo consagrado para hacer música con su amigo desde la escuela primaria, Rafael Cortijo, un percusionista de gran talento. Reunían con los pleneros en la playa para descargar, improvisar, aprender ese portento folclórico que éstos ejecutaban a la perfección. En 1952 decidió irse a los Estados Unidos a cumplir con el servicio militar, y finalizando el año 1953 debutó con la Orquesta Panamericana de Lito Peña, donde comenzó a demostrar su talento para inspirar, para cantar en tiempo en sincopa y transmitir el sabor caribeño. Llegó a la ciudad de Nueva York en 1958, actuó en la meca de los ritmos afrocubanos de la época el Palladium Ballroom ubicado en la esquina de la 53 street con Broadway. Comienzan a sonar sus temas en la radio y en los salones de baile: “Máquinolandera”, “Quítate de la vía perico”. Comenzaba la era de las big bands latinas comandadas por Machito, Tito Rodríguez y Tito Puente, y comenzaba Ismael con su voz de jíbarito, a revelar su talento en la capital musical del mundo, la gran manzana.
En 1962 tuvo su primer gran revés, luego de una gira por Venezuela y Panamá la tierra de Cristo negro de Portovelo, del cual era fiel devoto, fue detenido en el aeropuerto de San Juan por posesión de drogas y fue sometido a un proceso judicial. Fue condenado por el juez a cuatro años de prisión en Lexington, Kentuky, lo cual fue una pena excesiva, puesto que solo portaba un pequeño alijo para su consumo personal. Esa terrible experiencia lo hizo madurar, ser más reflexivo. Armó un combo musical con los compañeros confinados en esa cárcel kentuckiana, y lo llamó “Los ositos”. Al salir en libertad, cantó el tema “Las Tumbas” de su amigo Bobby Capó, quien fue un compositor talismán en su carrera, junto a Catalino Curet Alonso y Pedro Flores. El tema establecía un símil entre la celda y la tumba:
“De las tumbas quiero irme
no sé cuándo pasará
las tumbas son pa’ los muertos
y de muerto no tengo na´.
Cuándo yo saldré, de ésta prisión
que me tortura mi corazón?
Si sigo aquí, enloqueceré”.
Ismael El Maelo fue un hombre de múltiples afectos, un caballero galante con las mujeres, artista cordial con sus auditorios, y eso siempre lo manifestó en sus interpretaciones, los amores fueron la banda sonora de su vida. Así sucedió cuando en la ciudad de Nueva York conoció a la bailarina Gladys Serrano, hermosa mulata que había sido amante del cantor boricua Daniel Santos “El inquieto Anacobero”, y producto de ese romance tuvieron un hijo en 1957. Dos años después, Ismael quería que Gladys y Daniel se reencontraran, y él supiera de su hijo. Pero ese trámite devino en la unión de Gladys e Ismael por dos décadas. Comenzaron los comentarios tóxicos en la Puerto Rico y en el Harlem hispano, la prensa rosa lanzó su veneno impreso, hertziano y televisivo. Entonces el maestro Bobby Capó indignado por ese ataque artero a su intérprete Maelo, decidió componer un tema en solidaridad y lo tituló “Qué te pasa a ti”:
“Yo sé que me van a juzgar,
me van, me van a condenar,
cuando me vean con ella.
Pero antes que me juzguen,
quiero decir que ella levantó un hombre vencido.
Antes que a mí me condenen, declaro:
que con ella descubrí que aún yo vivo”.
En muchas ocasiones Rivera recibió homenajes y claras señales de admiración de sus colegas cantantes de la élite salsera. En especial de Héctor Lavoe, quien lo plasmó en las inspiraciones de su tema bandera “El cantante”. Igual lo hizo Cheo Feliciano y Rubén Blades, ellos expresaron su admiración por el cantor en sus soneos, en las entrevistas que brindaron. Su jerarquía se consolidó cuando fue llamado por la orquesta Las Estrellas de Fania, financiada por el hombre de negocios Jerry Masucci, y dirigida por el talentoso flautista dominicano Jhonny Pacheco. A Ismael le tocaba cerrar los conciertos junto a Celia Cruz, como expresión del máximo liderazgo femenino y masculino dentro del universo salsero. El tema “Cúcala” fue la cima de ese exitoso dúo acompañados de Fania All Stars en 1978. El maestro pacheco era egresado de la prestigiosa escuela de arte y música Juilliard en Nueva York, nacido en 1935 en Santiago de los Caballeros RD, ya era un ferviente admirador de Rivera:
“Cúcala, cúcala, cuca, cúcala, que ella sabe
Cúcala, cúcala, cuca, cúcala, que se hace.
Está moderna, te juro mi negrito que es un tormento
tú sabes, yo te juro, sabe de todo
esa negrita no come cuento
ella sabe bailar.
Cúcala, cúcala, cúcala”.
El puertorriqueño Tite Curet Alonso, catalogado como el más importante compositor de la salsa, afirmó: “La cumbre del soneo caribeño la representan Miguelito Cuní, Benny Moré, Machito e Ismael Rivera. Y agregó: “oír mi tema Las caras lindas de mi gente negra en la voz del Maelo representaba una gloria interna para mí”. Ismael Rivera interpretó temas icónicos del periodista, locutor y autor de prestigio Catalino Curet, como “De todas maneras rosas” y “La Perla”, el barrio costanero del viejo San Juan:
“De todas maneras rosas
para quien ya me olvidó,
más vale un ramo de rosas
de primavera y color.
Aunque el hastío
la diferencia, el olvido,
caigan sobre lo vivido
al final como el telón.
Yo traigo un ramo,
un ramo de lindas flores
de perfumados colores
para quien ya me olvidó”.
En pleno siglo XXI, la calle Calma de Santurce muestra murales con el rostro moreno del cantor Rivera, con su barba y su afro plateado, como un icono sagrado de un jefe tribal. El Maelo sigue presente en la eterna rumba del Caribe, con su gestualidad amable, sencilla y sus ritmos rubateados. Con una singular creatividad para improvisar él sigue sonando a lo grande en la fonoteca de nuestra memoria colectiva. Su amigo y discípulo Rubén Blades afirmó: “Ismael cuando entraba a las inspiraciones, parecía un cazador luchando cuerpo a cuerpo con un león. El león era el coro, y el cazador el cantante improvisador. Maelo iba irrespetando el tiempo del coro y lanzando el doble de palabras que cualquier otro cantante en cada soneo”.
Últimos cuatro años de su vida, el maestro Ismael Rivera estuvo sumergido en un mutismo opresivo, fue víctima de un padecimiento de pólipos en sus cuerdas vocales. Pese al tratamiento clínico que a su enfermedad le dieron, se tornó en un caso oncológico. La ronquera fue progresiva, su voz desapareció. Esta situación crítica de salud, unida a la muerte de su hermano Rafael Cortijo, su compañero más querido; lo sumió en una profunda depresión hasta morir. Su orquesta Los Cachimbos, su barriada querida, sus de seguidores, siguen unidos a su legado, y de alguna manera, siguen cantando a su lado.
Al final de sus días, Ismael Rivera logró ser entendido y amado, no por una disquera ni por una vedette, sino por su pueblo, y luego se marchó para siempre.
León Magno Montiel
@leonmagnom
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