Antes de comenzar a definir la región zuliana, debemos recorrer nuestra geografía, acentuando unos aspectos que, a mi parecer y el de muchas otras personas, pasan inadvertidos en el día a día, que cada vez nos carcome más.
Aunque muchas veces hemos escuchado frases como ¡Qué viva la zulianidad!, o “Más maracucho que yo nadie”, utilizando este adjetivo, desconociendo que nuestro verdadero gentilicio es el de “maracaibero” para hacer referencia de un regionalismo que cada día se deteriora más y que nos está llevando a la pérdida de nuestros valores y por ende de nuestra identidad. Prueba de esto es la manera indiscriminada como ensuciamos la ciudad, la economía informal que crece a pasos agigantados como consecuencia del facilismo de “hacer negocios” y no prepararse académicamente como salida clara a una vida mejor, la indolencia que resulta ver a nuestros aborígenes pasando trabajo y propagarse cual pandemia sin control porque, aunque sabemos que existen organismos que están creados para ayudarlos, ellos saben que es más fácil “pedir” que trabajar dignamente, el deterioro que vemos todos los días en nuestras plazas que algunas vez fueron lugares de concurrencia para tertulias y anécdotas y hoy son sitios de reuniones para hacer el llamado “cebo” que dista mucho de lo que antes se conocía, el bullicio de las colas de tráfico vehicular que resulta un martirio al transitar nuestras calles y avenidas puesto que es más importante que pase “yo” primero y no el “otro”, para así hacer alarde de nuestra viveza criolla.
En fin, no tendría tiempo para seguir enumerando la cantidad de situaciones que taladran nuestro gentilicio y se van agrupando una a una en la mente de nuestros cronistas ya extintos. La reflexión es clara, como bien lo decía un connotado matemático alemán, si no hacemos las cosas diferentes, no pretendamos obtener resultados diferentes. Debemos comenzar por nosotros, aportando ese grano de arena del cual tanto hablamos, pero pasa el tiempo y se va quedando en promesas y escritos en las redes sociales. Nos quedamos apáticos, inmóviles, impávidos ante una inminente desaparición de nuestra identidad. Triste pero real, así hemos quedado, que los demás hagan lo que no hago yo por facilidad. Los pocos que quedan, los que por décadas han trabajado por esta ciudad, hacen de la suerte del destino para que suceda un evento que nos haga despertar de este letargo. Así amanece y anochece cada día la ciudad, las hojas del calendario se pasan una a otra y sigue inmutable, serena, inmóvil. No es la ciudad que queremos, la que orgullosamente nos atrevemos a soñar todavía, la que vemos que se fomenta en los comerciales, una ciudad que tenemos y a la cual tal vez no pertenecemos. No es la ciudad de los sombreros de pajilla aglomerados celebrando cualquier festividad, del jolgorio por la llegada de la Navidad que se celebra mucho antes que en cualquier otro estado del país. Ahora pregunto: ¿Ésta es la Maracaibo que queremos y tenemos?
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