“Me gusta más Juan que Jorge Luis,
con sus cuatro letras tan breves
y tan definitivas”.
(Plática entre Borges y Rulfo, 1973).
La palabra epístola es tan misteriosa y antigua como la atmósfera que se percibe en la narrativa de Juan Rulfo. El célebre escritor jaliscience que vivió entre largos silencios, en ocasiones prefirió expresarse a través de la fotografía, más que por las palabras. Tuvo un gran talento para captar imágenes, para apreciar el cine, y para escribir hermosas carta a su amada Clara. Fue un gran observador de la vida rural mexicana, la absorbió como el medanal ardiente al rocío, y esa sabiduría adquirida la plasmó en cuatro libros; aunque solo dos le bastaron para ser un totem de las letras hispanoamericanas: uno de cuentos titulado “El llano en llamas” publicado en 1953. El otro, una novela, la más relevante del siglo XX en México: “Pedro Páramo”, aparecida en 1955, cuando apenas tenía 38 años de edad el autor.
Además escribió importantes guiones para cine, un libro de investigaciones antropológicas, y nos dejó un interesante epistolario, con unas 200 cartas dedicadas a su gran amor: Clara Angelina Aparicio Reyes, su bella vecina de Guadalajara. Cada epístola está llena de reflexiones, confesiones, y metáforas del amor que comenzó a escribir en 1944, a sus 27 años. Según Gabriel García Márquez, sus líneas revelan a un autor con un talento equiparable al de Sófocles.
De esa compilación epistolar extraemos frases como estas:
- “La vida es corta y estamos mucho tiempo enterrados”.
- “Me metí en tantos trabajos para dar contigo”.
- “Cosa que nos mira y se va, como se va la sangre de la herida”.
Clara era una hermosa mujer, de senos turgentes, elegante y femenina; once años más joven que Rulfo, licenciada en administración. Ella había nacido el 12 de agosto de 1928 en Ciudad de México, se conocieron en 1943 en el “Café Nápoles” de la ciudad de Guadalajara. A los días de ese primer encuentro, el escritor enamorado le propuso matrimonio, ella le pidió tres años de plazo, de noviazgo a la distancia, para luego acceder. Se casaron el 24 de abril de 1948, procrearon y levantaron cuatro hijos: Juan Carlos, Juan Francisco, Claudia Berenice y Juan Pablo (los talentosos hermanos Rulfo Aparicio). Clara era de piel blanca, cabello castaño oscuro y abundante, con rizos sensuales, de rasgos delicados y ojos serenos: como dos estanques de agua reflejando la luz lunar.
Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno nació el 16 de mayo de 1917 al sur de Jalisco, en una zona rural casi desértica, Apulco. Se crió en el pueblo San Gabriel donde cohabitaban mitos y apariciones, donde se le rendía culto a los muertos. No obstante, él siempre prefirió la ciudad. Era un gran lector, un transeúnte sin tiempo, hombre culto, hablaba inglés, conocía a los clásicos de la literatura. Estudió primaria en la escuela de las monjas, el Colegio Josefino. Fue seminarista. Muy pequeño emprendió sus primeras lecturas en la biblioteca del cura Irineo Monroy, la que había donado a la casa de su madre en 1926. Devoró todos sus tomos.
Amaba las grandes ciudades, así lo expresó a Clara en su epistolario, le confirmó que estimaba la idea de habitar la ciudad donde había nacido su amada, con gente como riachuelos por las calles, oyendo cláxones y estruendos de autobuses. En sus cartas le comentaba: “prefiero los ruidos y las calles llenas de gente”. En la Ciudad de México moró por primera vez desde 1940 hasta 1942. Luego pasó algunos meses entre 1945 y 1946. Y se instaló definitivamente en la megalópolis azteca desde 1947 hasta el día de su deceso, el 7 de enero de 1986. Con una particular extrañeza, que estos amantes que se conocieron en Guadalajara, los esposos Juan Nepomuceno y Clara Angelina, murieron el mismo mes y el mismo año: enero de 1986.
Debemos al investigador y catedrático Alberto Vital (Ciudad de México, 1958) el rescate y la compilación de 81 epístolas reveladoras del mundo interior de Rulfo, de su romance juvenil con Clara que duró toda una vida. Vital lo plasmó en el libro titulado “El aire de las colinas” (Plaza Juanes, 2000) En el prólogo el filólogo nos advierte:
“Estas 81 cartas atestiguarán la importancia del amor y, más adelante de la familia en la construcción de un mundo propio para quien hará de Comala o de Luvina lugares simbólicos que, cerrados y opresivos para los personajes, se abren para los lectores sin dejar de deslumbrarnos”.
El escritor catalán Enrique Vila-Matas en su genial libro “Bartleby y compañía” (Anagrama, 2000), cataloga a Rulfo como uno de los escritores del NO, un miembro honorífico de esa secta dominada por la pulsión del silencio, que lleva a los autores a no publicar. Y lo explicaba apoyándose en la fábula: “El Zorro es más sabio” del maestro Augusto Monterroso (Honduras, 1921-2003) quien así lo fabuló:
“Empezaron a murmurar y a repetir ¿Qué pasa con el Zorro?, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle. tiene usted que publicar más.
-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
Y muy buenos -le contestaban- por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: En realidad lo que estos quieren es que publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer. Y no lo hizo”.
Mucha gente considera banal el lenguaje epistolar, cursi, repleto de lugares comunes; hasta que tiene que hacer una carta a la mujer adorada, entonces esas frases encarnan y toman sentido. En el caso de Rulfo, sus cartas tienen un lenguaje austero, diáfano, sin mayores pretensiones que el acercarse a la novia distante, como hablándole al oído:
– “Solo espero poder ir a verte pronto para tenerte cerca y para sentirte cerca del alma”.
– “Me duele estar lejos de ti y no poder mirar lo que quiero”.
– “Yo lloro sabes, lloro a veces por tu amor. Y beso pedacito a pedazo cada parte de tu cara y nunca acabo de quererte”.
El escritor Luis Yslas (Lima, 1972) relata: “La tarde del siete de enero de 1986, Rulfo le dijo a su secretaria Reina Roffé: Soy ya un cadáver”. Había revisado el diagnóstico de su médico sobre sus males pulmonares. Rulfo murió a causa de un enfisema que devino en cáncer de pulmón, producto de haber sido un fumador obseso toda su vida. Cuando apenas tenía 68 años de edad se marchó entre flores y llantos. Yslas describe: “se encerró durante los meses siguientes en su habitación. Permanecía horas callado, comiendo dulces y contemplando un muro”. Así se fue el alpinista, el fotógrafo, el amante epistolar de Clara, el incesante viajero: el autor más traducido y más leído de México.
Cuando nos preparamos para celebrar un siglo de Juan Rulfo, el sobrino del cuentacuentos Tío Celerino, el niño silencioso de una zona que le parecía ”La boca del infierno”, tenemos este epistolario publicado para reencontrarnos con su grandeza, con su genio, y con su eterna vigencia. Es una obra de amor oferente para Clara, “claridad esclarecida”. En una de sus cartas, expresaba con hermosas imágenes su amor por su mujer:
“Desde que te conozco, hay un eco en cada rama que repite tu nombre; en las ramas altas, lejanas; en las ramas que están junto a nosotros, se oye. Se oye como si despertáramos de un sueño en el alba”.
Cada año son más numerosos los homenajes a Rulfo, sus libros llegan a nuevas manos, se publican en lenguas extrañas. Bien sabemos, que él nunca quiso semejante alboroto. Entonces leamos a Juan, recordémoslo, y después, justo: hagamos silencio.
León Magno Montiel – @leonmagnom – leonmaagnom@gmail.com