“Fue una oleada de dolor colectivo”
Paul Auster (Nueva Jersey, 1947)
Desde algún lugar que no logramos determinar, alguien nos enciende luces para que podamos seguir caminando por las tenebrosas sendas de la vida. En momentos difíciles, cuando los nubarrones impiden ver el sol, y sentir sus rayos luminosos en la piel, nos acompañan almas tutelares cual faros potentes, que nos guían entre las místicas penumbras.
En nuestra vida musical hemos tenido acompañantes fieles que han estado a nuestro lado como fanales en el lago, que nos han indicado por dónde continuar nuestra ruta de vida, el difícil sendero artístico. Sin duda, uno de esos guías, mentores, ha sido Astolfo Romero; desde la misma noche del 20 de mayo de 2000 cuando decidió marcharse sin ninguna advertencia o anuncio, sin despedidas. Tomando las palabras del novelista neoyorquino Paul Auster, la muerte de Astolfo representó “una oleada de dolor colectivo” para todos los que amamos la gaita. Pero su alma musical no se ha extinguido, sigue vibrando en los actos culturales en las escuelas, en las parrandas familiares, en las emisoras que anuncian sus gaitas con júbilo y en los conciertos gaiteros.
Pocos como el bardo nacido en Santa Lucía el 8 de febrero de 1950, en la calle Jugo, han abordado la gaita desde tan diversos ángulos y aristas. Él le cantó a las tradiciones, a los personajes del pasado, a la Virgen Chiquinquirá, a la navidad, a sus amigos Aguillón el cabezón y Renato candela, a las mujeres hermosas de nuestra patria encarnadas en florecitas, al burro, al barbero, a las tiendas de la vieja Maracaibo, a las madres, a las viejas sinfonolas, a Bolívar como el paladín de la conciencia americana.
Cuando estamos a pocos días de celebrar los 66 años de su natalicio, veo al Parroquiano solo, abandonado en una plaza sórdida, sempiternamente vacía, sin ningún aire de gloria. Para mayor afrenta a su estatura de cultor popular, está representado en un busto de poca monta, ubicado en una esquina, como si estuviese cobrando un corner en un campo de fútbol olvidado.
¿Qué hace Astolfo Romero tan solo en esa plaza, tan lejos de su amada barriada El Empedrao, sin su cuatro, sin sus amigos gaiteros? Creo que llegó la hora de hacerle justicia, darle un trato más digno a su memoria y enderezar ese entuerto. Con homenajes como ese, no se eleva a ningún icono cultural, sino que se entierra en el olvido: que es la peor de las muertes. El poeta mexicano Elías Nandino escribió sobre la muerte, “la temida nada”:
“¿Qué es morir?
Morir es
alzar el vuelo
sin alas
sin ojos
y sin cuerpo”.
Si algo anhela un cantor es su trascendencia después de la muerte; la vigencia de su legado es su auténtica tierra prometida, como ha pasado con Ricardo Aguirre, Felipe Pirela, Alí Primera, Simón Díaz, Armando Molero, Tino Rodríguez y Rafael Rincón González. En mi caso particular, mi hermano Leandro Lenin Montiel, sigue especialmente presente, guiándome.
Astolfo compuso tres temas que dan cuenta de su respeto por los que dejaron su aporte a la gaita, a la vida cultural; plasmó en ellas su admiración profesa por los que dieron su luz, en su paso fugaz por la vida. La primera de ellas es “La cardenalera” de 1987 cantada por Carlos González, donde rinde un homenaje a los fundadores de la divisa “Cardenales del Éxito” en 1962, su agrupación más querida:
“Muchos fueron los cultores
propulsores del folclor
de calidad superior
porque fueron los mejores.
Mil gracias a esos señores
que ayudaron cada año
a escalar cada peldaño
de veinticinco primores”.
La segunda gaita dentro de esa temática de duelo y despedida, la escribió cuando murió el capitán de la aeronáutica civil Omar Barboza, sucedió mientras realizaba un vuelo de prueba en un avión recién reparado. El capitán Barboza era su compadre, un reconocido gaitero natural, seguidor de la carrera de Astolfo y de Renato Aguirre, su entrañable amigo. El DC-9 que pilotaba cayó a las aguas del Mar Caribe, al parecer se le desprendió la cola y se precipitó a las aguas en barrena (según dedujeron los expertos). No quedaron restos ni vestigios del siniestro, la nave y sus tripulantes se volatilizaron. En su memoria compuso la gaita “Te estamos esperando”, en 1994:
“Ahí tenemos la pajilla
y tus maracas sonoras
ritmo de cuatro y tambora
y un cuatro de maravilla.
Omar te estoy esperando
para ir a parrandear;
aunque no puedo olvidar
que aún te encuentras volando”
Esa gaita Astolfo la grabó llorando, impactado por la sorpresiva muerte de su amigo y su misteriosa desaparición en el mar, sin dejar ningún rastro. Lo acompañó La Parranda Gaitera, la agrupación que él creó y dirigió en 1992.
El tercer tema lo dedicó a sus hermanos menores, dos vástagos de Rafael Romero “El marino”, que al igual que él, murieron por problemas cardíacos a temprana edad. Esa gaita la grabó en 1998 con Los Colosales de Ricardo Cepeda y la tituló “Huellas”:
“Propaga con tu tesón
la luz de tu buena estrella
que vivir dejando huellas
fortalece el corazón
siente la satisfacción
en cada paso que des;
y tendrás siempre a tus pies
el aplauso y la razón”
Vuelvo a la plaza del sin-sentido, rodeada por un tráfico infernal pero lejos de todo lo relacionado con la gaita, la tradición y la vida de Astolfo Romero. Allí está el catire con sus bigotes, no tiene placa ni leyenda, solo su busto de yeso y cemento, con su figura lacerada, sin el menor cuidado, abandonado a una triste suerte.
Julio Cortázar, en unos de sus cuentos geniales, expresó: “Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta”. Creo que si por un instante ese busto del Parroquiano hablase, nos pediría que lo devolviéramos a su barriada, a su territorio de afectos, su Santa Lucía natal: vecindad donde aún escuchan su canto tribal y lo acompañan jubilosos.