“Corro sin cesar y nunca a nada llego,
ni a nadie alcanzo.
Más, aunque nada alcance
quiero correr”
Tassos Denegris (Atenas, 1934-2009)
La voz de Yolanda Delgado tiene registros de contralto, sale de su rostro iluminado en azul, le hace un marco perfecto su cabello muslime. Sus notas se entretejen con el art-decó del Teatro Baralt, la sala está coronada por el rosetón con la imagen del polígrafo Rafael María, todo el recinto está ornado de arabescos. La atmósfera interna es una mixtura de sonoridades, habitada por una presencia sensitiva, invisible.
El tambor del altiplano asoma su voz profunda, con su retumbe milenario. Suenan los redobles en sus parches de vicuña. La quena con su timbre lastimero, hace una melodía que busca los corazones nocturnos para anidar. La respalda la guitarra con acordes en tonalidad menor, logrando un timbre similar a un viejo laúd. En el escenario baraltiano está Texere, agrupación que nació en 1987 en los pasillos de la Universidad del Zulia, concebida como un taller experimental para el canto de vanguardia y la poesía. Son herederos de la obra de Gloria Martín, Zitarrosa, Daniel Viglietti, Lilia Vera y Cecilia Todd. Fervientes seguidores de la Trova Cubana y de Alí Primera, a quien nombraron “el padre cantor”.
Los espectadores de esa noche de concierto, pasaron a formar parte del entrevero de melodías que nace bajo el plafón de 130 años de antigüedad. Son lunáticos que habitan la espléndida sala, incólume tras el paso del tiempo, “sin temor al ultraje de los años”, según Borges. De pronto, irrumpe la voz del escritor Blas Perozo Naveda, con sus canas hirsutas, trajeado con riguroso flux oscuro, nos habla de un buque anclado en el lago, frente a las dársenas de El Milagro, que muestra en su palo de mesana una bandera tricolor, fondeado en las orillas de una ciudad que se erigió entre duendes bellacos, piratas saqueadores, mercaderes falsarios y poetas rodeados de mujeres pintadas de noche. El maestro Blas Perozo está debajo de una luz cenital que le sigue, como en una secuencia de cine. Nos habla de Simón Bolívar, lo describe luchando contra un enemigo ciclópeo y voraz: “Bolívar a pie o a caballo, es el padre”. Recita con firmeza su manifiesto y sale de la escena por el dosel lateral. Acto seguido: comenzó el tráfago de músicos y técnicos en el fondo del entablado.
Texere es un vocablo latino que significa tejido, hermoso nombre para ese conjunto de texturas y armonías. Su repertorio comienza a ejecutarse, inicia con un canto a capella que llena los espacios: es “La canción urgente” en la voz dulce de María Dolores Delgado. Prosigue la canción “Entre soles y lunas” que sale de la garganta del joven juglar Luis Pérez. El conjunto transita por temas memorables, nos lleva al “Coquivacoa” de Alí Rafael, pasamos por “Soy pan, soy paz, soy más” del argentino Piero y coronan su odisea armónica con el clásico de Renato Aguirre “Aquel zuliano”, la joya gaitera de 1980:
“La luz nace en la mañana,
interrumpe en mí el ensueño,
la voz creo que fue un sueño,
pero hay un misterio grato:
dejó olvidado su cuatro
debajo de mi ventana”
(Aguirre, 1980)
El periodista y trovador Darwin Romero Montiel entra a escena y recita el poema de Julio Cortázar “Yo tuve un hermano” dedicado a su compatriota rosarino Ernesto Guevara:
“Yo tuve un hermano,
no nos vimos nunca pero no importaba.
Yo tuve un hermano
que iba por los montes mientras yo dormía
mi hermano mostrándome detrás de la noche,
su estrella elegida”
Comienzo a recordar viejas escenas vividas en ese teatro. Veo la imagen del profesor José “Cheo” González presentando a su ahijado Israel Colina, en febrero de 2006, algunos días antes de marcharse de esta vida junto a su mujer Élida Cuaro: un adiós violento en ese lunes 17, de ese abril terrible. “Cheo” González estuvo en ese mismo proscenio, con su guayabera amarilla, llevaba una pequeña venda en su nariz recién intervenida, desde allí lanzó la proclama con su voz baritonal:
“Al escuchar la voz de Israel dije:
quiero ser el patriarca de esa voz y no pude.
Pues, a partir de hoy, seré el padrino de esa voz”
Mientras Israel Alejandro lo observaba, sonreía sereno. Aceptaba las palabras de su admirado padrino en la presentación de su álbum “Iberoamérica espléndida” acompañado de su hermano Gustavo Adolfo Colina, el gran concertista del cuatro y una pléyade de músicos de alta consideración, encabezada por Elvis Martínez, el virtuoso maestro del contrabajo.
Mi entrañable primo Darvin Romero Montiel, entonó el tema “Dispersos” de Alí Primera, luego invitó a los maracaiberos a despertar, a integrarse a la América Latina que se mueve hacia la esperanza, hacia una nueva unidad continental.
En el histórico recinto persiste la luz azul, difuminada, como si el teatro tuviese una luna interna.
Vemos nacer un tapiz de cantos, de evocaciones y recuerdos que se cruzan, van zumbando entre las butacas y balcones donde los espectadores se asoman como racimos. Ese tapiz está terminado luego de dos horas de labranza musical. La mágica estructura tonal nace en el mismo lugar donde dejaron su semilla Carlos Gardel, Arthur Rubinstein y Manuel Trujillo Durán. Texere sembró esa noche el germen de Felipe Pirela y de Ricardo Aguirre, con una grata reminiscencia. El público hizo suya la serenata texeriana, ha mostrado su gozo ante el canto cósmico.
Al finalizar la jornada, los asistentes salimos hacia la noche en el centro de Maracaibo, a esa hora la ciudad siente nostalgia de la aldea que fue. Entre la gente, camino y pienso que todos volverán a aplaudir en su recuerdo, a celebrar este tejido melódico que les pertenece desde hace décadas.
Texere es un duende que corre y alcanza todas las plazas del canto. Su arte es fecundo, su música vive con júbilo celebratorio en esta ensenada de occidente. Como bien lo dijo el laureado japonólogo de Las Mesitas, Ednodio Quintero: “no conoce las asperezas y rigores de la errancia”. Su casa definitiva, está ubicada frente a este lago.