“Serán ceniza,
mas tendrán sentido”.
Francisco de Quevedo (España 1580-1645)
El acto crematorio nació a orillas del río Danubio en la Edad de Bronce, unos 3.000 años antes de Cristo. Allí se registraron las primeras incineraciones de cadáveres humanos. A pesar de ser tan antiguo, en estas tierras americanas siempre ha tenido pocos adeptos, se ha practicado aisladamente, con reparos. Los griegos y los romanos se negaron a quemar a sus muertos, no recomendaban esa práctica. Cosa contraria señala la tradición hinduista, que incinera sus difuntos sobre maderas de sándalo y flores silvestres, para liberarlos de sus karmas y buscar la perfección en otras reencarnaciones.
En las últimas décadas del siglo XXI, la cremación ha ido ganando seguidores, quizá por ser considerada más ecológica, y porque permite reducir las dimensiones de los camposantos, ahora cada vez más escasos y más costosas sus parcelas. Cremar connota un final épico para una vida, es purificador y bienaventurado, más que dejar que el cuerpo se desintegre, se descomponga.
Recién, los familiares de Gabriel García Márquez, fallecido en México el 17 de abril de 2014, a los 87 años de edad, anunciaron que sus cenizas fueron depositadas en Cartagena de Indias, la ciudad amurallada a la que él tanto amó. Reposan en un hermoso busto en homenaje al escritor de Aracataca, situado en el Claustro de la Merced, a unos 100 metros de la hermosa casa de color arcilla del Gabo, frente al mar, con una permanente ofrenda de rosas amarillas: las preferidas del autor nacido a orillas del río Magdalena, porque alejaban los maleficios y el infortunio.
La primera vez que presencié una cremación, me sorprendió el tiempo que dura el proceso, casi tres horas (unos 150 minutos). El ataúd entró a un horno especial, con llamas intensas a 1000 grados celsius y al final entregaron a sus deudos un cofre con las cenizas (según expertos, con un peso de tres kilogramos, aproximadamente). Luego presencié el acto de esparcir las cenizas en el lago, las del maestro Eduardo Rahn, quien fuera el destacado Director de la Orquesta Sinfónica de Maracaibo. En el mes de mayo fui testigo del arribo de las cenizas del cantor gaitero Germán Ávila a Maracaibo desde la ciudad de Houston en los Estados Unidos, donde falleció a los 70 años de edad debido a complicaciones renales y cardíacas. Se le realizaron sus honras fúnebres en La Basílica de nuestra Señora de la Chiquinquirá, con la presencia y el canto de los gaiteros más reconocidos.
La cremación está reñida con la desconsiderada exhibición de los difuntos, la que propicia comentarios banales sobre su estado final, sobre su apariencia en el lecho mortuorio. Evita el arte necrófilo de prepararlos y maquillarlos, como rezan los códigos egipcios: “aplicar los afeites al difunto”. El velar una ánfora con las cenizas del ser que pasó al más allá, es más austero, más sobrio, menos farandulero. Recuerdo algunos escritores muy admirados, que han sido cremados, como José Saramago, el primer portugués que recibió el Premio Nobel de Literatura. Fue en su Lisboa amada, el 21 de junio de 2010. Sus cenizas fueron enterradas al pie de un olivo, acatando su última voluntad. Eduardo Galeano, el escritor uruguayo muy leído, fue cremado en una ceremonia íntima a la cual asistieron sus familiares y escasos allegados, dicha cremación se llevó a cabo en un cementerio privado situado a las afueras de Montevideo.
La primera gran cremación, cuyas imágenes en blanco y negro dieron la vuelta al mundo en 1948, fue la de Mahatma Gandhi, ante el asombro de millones de personas (hoy lo catalogaríamos como “se hizo viral”). El mundo vio cómo las llamas consumían el cadáver del gran líder de la paz, en el Rat Ghat que se encuentra en Nueva Delhi. Hoy en día, una losa de mármol oscuro, marca el lugar exacto donde Gandhi fue incinerado el 31 de enero de 1948.
La tercera vía me parece macabra y extemporánea, es la momificación al estilo egipcio, o el embalsamiento del cuerpo. Dicen que ese arte creado en el valle del Nilo, lo han practicado con maestría los rusos y los alemanes. Aún se recuerda la misteriosa momia de Evita Perón y su extravío por tierras europeas en 1952, tragedia que fue novelada magistralmente por Tomás Eloy Martínez en 1995:
“Las que enterramos eran las copias –dijo el Loco–.
Esta es Ella, la Yegua. Me di cuenta
enseguida, por el olor.
–Todos huelen: el cadáver, las copias. A todos los
han tratado con químicos”.
(Santa Evita, página 89)
El cadáver embalsamado del camarada Lenin (Vladímir Ilich Uliánov) en 1924, que aún es exhibido en Moscú, en el Kremlin, con onerosos costos de mantenimiento.
En Venezuela se planteó embalsamar al Presidente Hugo Chávez, fue anunciado en tono oficial, pero al final, se canceló esa operación que iba a ejecutar una delegación de expertos alemanes.
En Suramérica se practicó el embalsamiento de cadáveres en las culturas inca, conocidas como “Niños de Llullaillaco”, harto estudiadas esas momias incaicas que fueron tratadas con resinas distintas a las utilizadas en Egipto, con técnicas diferentes; utilizaron alcoholes, hojas de coca, savia, entre otros elementos. Ellos también creían que el individuo reencarnaba en el mismo cuerpo.
Otros famosos personajes embalsamados son Hö Chi Minh en 1969 y Mao Zadong en 1976.
Los ritos de la muerte son muy antiguos, tribales, rodeados de misterios que no tienen fecha de vencimiento. Muchos de ellos, siguen vigentes. Desde 2010, Japón y Suecia lideran las estadísticas en cremación de cadáveres.
El libro del Génesis reza en su tercer capítulo: “Ceniza eres y en ceniza te convertirás”. Actualmente, con la práctica crematoria está de acuerdo la jerarquía católica, el Vaticano la avala. No así con la práctica de esparcir las cenizas, pues según los teólogos; estas deben ser sepultadas para cumplir con los preceptos de la iglesia romana. Al respecto Monseñor Lameri afirma: “la cremación se considera concluida cuando se deposita la urna en el cementerio”. Lameri explicó que el rito no admite que las cenizas sean esparcidas, o se conserven en lugares diferentes, divididas. Lo cual se ha practicado con algunos inmigrantes, cosmopolitas, gente de mundo.
La palabra ceniza en su etimología, significa polvo. Séneca el pensador romano, el gran orador, dijo: “La ceniza nos hace igual a todos”.
Volviendo al libro del Génesis, en su capítulo 3, versículo 19, leemos: “porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás”. Todo indica que la ceniza es el principio y el final del ciclo vital, por ello debemos echar por tierra la altivez, la excesiva vanidad. De eso trata el miércoles de ceniza, de recordar lo efímero del ciclo de vida, con la cruz cenicienta en la frente como estigma. En el caso del genio Gabriel García Márquez, sus cenizas son el símbolo de la perpetuidad, de la trascendencia, el eterno renacer de su obra. Depositadas en la ciudad heroica que vio nacer su vocación de cronista, escenario de sus comienzos como periodista, y donde años después; escribió novelas fundamentales como “El amor en los tiempos del cólera” (1985) con sus personajes Fermina Daza y Florentino Ariza, que sobrevivieron a su tragedia amorosa en la Cartagena histórica, en lugares que obsesionaron al autor, como “El Portal de los Dulces” y “La Calle de las Ventanas” magistralmente descritos en esa novela. Y la novela “Del amor y otros demonios” (1994), ambientada en la propia Cartagena:
“La lápida saltó en pedazos al
primer golpe de la piocha, y una cabellera viva de un color de
cobre intenso se derramó fuera de
la cripta”.
La bella urbe-fortín cautivó al gran escritor mexicano Carlos Fuentes, uno de los mejores amigos del Gabo, quien lo acompañó en la presentación de la edición de “Cien años de soledad” que la Real Academia de la Lengua publicó en 2007. Fuentes la llamó: “La ciudad más hermosa del mundo”.
El Gabo llegó por primera vez a la ciudad en abril de 1948, luego del magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán, el 21 de mayo escribió su primera columna periodística para el diario El Universal, el demiurgo de Macondo no abandonó jamás a Cartagena: la vivió, la soñó, la anheló siempre.
El escritor Juan Gossain, amigo entrañable del Gabo, estuvo presente en la Universidad de Cartagena en la inauguración de su monumento, junto a su esposa Mercedes Barcha y sus dos hijos. Allí declaró: “Estamos aquí para saludarlo, para recibirlo. Esto no es un homenaje a la muerte, es un homenaje a la vida”. Los turistas y el pueblo cartagenero podrán visitar el monumento sin costo alguno. Tendrá una fuerte custodia.
Con excelencia en sus versos, el poeta Francisco de Quevedo en el siglo XVI plasmó el significado profundo de las cenizas mortales de los seres amados. El amor es infinito, permea hasta el polvo de los huesos:
“Su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán ceniza, más tendrán sentido.
Polvo serán, más polvo enamorado”.
Volver a las cenizas es volver al origen, pero a la vez; es saberse parte del fin ineludible. Es compartir el destino con el reino mineral, con la esencia de la tierra. Sin duda, es una forma digna de despedirse de la vida y pasar a ser polvo rendido, que yacerá en algún rincón del planeta. En todo caso, prendado de lo que se vivió. García Márquez en sus memorias sentenció: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla” (2002).
Cartagena es el santuario definitivo del Gabo, es la sede de su querida Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), a la que tanto empeño le puso, pues esta estimula y promociona el buen periodismo, el diarismo de altura, la crónica maestra. La FNPI la preside Jaime Abello, exitoso abogado barranquillero, ligado a los medios televisivos del Atlántico colombiano. Abello Banfi mantiene una intensa agenda de eventos, seminarios, concursos para la formación de los nuevos periodistas en Iberoamérica.
En la ciudad amurallada he asistido a “Si hay festival” el encuentro literario más importante del continente, que se realiza en el Teatro Heredia, catedral de la cultura colombiana, que data de 1911. Toda la ciudad heroica, fundada en 1533 por el madrileño Pedro Heredia, celebra ser la sede de “Si hay Festival” y de la FNPI, además de ser la ciudad elegida por el Nobel colombiano como su morada definitiva, donde estarán sus cenizas sobre sus rocas milenarias, custodiando el Caribe imponente que al Gabo inspiró.
León Magno Montiel – @leonmagnom