Astolfo Romero

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A 9 años de su partida

Eran las tres de la madrugada del domingo 21 de mayo del año 2000 cuando una llamada telefónica de Ricardito interrumpió mi sueño para dejarme escuchar una frase que conmovió mi humanidad:

-¡Se murió Astolfo Romero!- me expresó a secas. Desconcertado e incrédulo me levanté de la cama con una aflicción que sentía me carcomía los huesos. Tan sólo pude inquirir:

-¿Qué estás diciendo?-.

-Sí, ¡ha muerto Astolfo Romero!. Le dio un infarto. Lo han llevado a la Funeraria El Carmen.

Aún entre dormido me siento en la cama sin reponerme de la trágica noticia. Profundamente conmovido me dirigí no sé cómo, a la capilla de servicios funerarios. Me sentí paralizado. Presentí que no era una pérdida más, que no se trataba simplemente de otro artista zuliano que nos había dejado. Me parecía como si algo –cuya verdadera significación pocos estaban en capacidad de medir- se hubiera sumido bajo tierra. Encendí la radio, las emisoras transmitían la noticia, no pude evitarlo; lloré. Sentí en el estómago el vacío de algo que se contiene y no se puede arrojar. Manejé despacio, mi mente se perdía en la lejanía, pensando tantas cosas y recordando los muchísimos momentos vividos con quien se había marchado sin aviso para entristecernos el alma. Me resistía a aceptarlo, pero las emisoras de radio persistentemente insistían en recordarme la amarga verdad de aquella triste madrugada:

-¡Ha muerto el Parroquiano Astolfo Romero!-.

Esa frase me taladraba. Una gaita tras otra dejaba escuchar su inconfundible timbre de voz. Gaitas de diferentes épocas, hasta aquellas que no escuchaba desde hacia tanto tiempo y que me hacían rememorar buenas épocas:

El vapor viene llegando,

el vapor viene llegando,

trayéndome a mi morena,

ya se aliviaron mis penas,

ya se aliviaron mis penas

porque aún me sigue amando

Un dejo de tristeza que acariciaba mi audición con aquella voz única, espontánea, autentica, que siempre delató en él, cierta melancolía.

Sentía que mi corazón se detenía. Aquella noticia era el anuncio de una pérdida irreparable para la zulianidad. Ya no tendríamos a Astolfo Romero. Se nos había ido el incomparable genio de nuestra música. Se había marchado el original Parroquiano. Con el ingenioso artista se había ido parte de nuestra tradición musical.

No me percaté del recorrido ni distancia. Ignoro la vía utilizada. Como autómata llegué hasta la funeraria. Ya estaba llena de gente. Respiré un ambiente de quietud y silencio que sacudía y estremecía las fibras de mi ser. En cada rostro, la mayoría conocidos, palpaba el sentir intenso de esa sensación eterna que hermana a los seres humanos en los momentos cruciales del dolor.

Cuando estuve frente al féretro me debatí entre las opciones de verlo o no. Nada me cuesta más que presenciar inerte a los que amé en floreciente vida. Un dictamen desde mi fuero interno me impuso la decisión. Quien le dio como nadie vida a la gaita zuliana, yacía muerto. Su rostro lucía igual; ese rostro que se ha grabado en el recuerdo de sus contemporáneos. Frente a aquella figura tendida me planteaba interrogantes mientras lo observaba por última vez. ¿Se le había dado en vida realmente su justa valoración? ¿Se tendrá precisada con exactitud su importancia? No lo creo, porque tal vez ni yo mismo, que suelo con frecuencia desentrañar el contenido dialéctico de la historia para buscar la importancia del hombre que la protagoniza, la tenga meridianamente clara, ni previsto el alcance de tan grandes vacíos. No pude evitar que mi recuerdo se elevara persiguiendo la precisión del acertado concepto del gran Capitán de Multitudes Jorge Eliécer Gaitán: “De eso se encargarán los tiempos, pues ellos son el trono perteneciente a los hombres que hacen historia, como el cielo es el trono perteneciente a Dios”.

Como siempre en esa madrugada estuvo rodeado de sus amigos, compañeros gaiteros y admiradores; sólo que, ya no como en las acostumbradas y alegres veladas sino en un lúgubre y sombrío ambiente. Le hicieron compañía también infinidad de zulianos que nunca lo habían tratado, algunos incluso, que jamás lo habían visto personalmente como el taxista Rubén Sánchez, quien escuchó la trágica noticia a través del radio de su vehículo con el que trabajaba y quien entristecido desesperó a tal punto, que un extraño impulso lo condujo a la sala velatoria dispuesto a no desperdiciar la última oportunidad que la vida le proporcionaba para conocer al Parroquiano. Dentro del ataúd fue la última vez que lo vio y ante él lloró con amargura. Rubén Sánchez fue una clara muestra radiográfica de lo que ocurría en el corazón de los zulianos.

En la conocida sala de servicios fúnebres me enteré que lo habían trasladado a la una de la madrugada desde la Clínica La Sagrada Familia, donde lo ingresó la señora Elizabeth con su cuñado cerca de las 9:30 de la noche ya sin signos vitales. Su consecuente amigo, el pediatra Ramón Cepeda, se apersonó al centro hospitalario donde ya se encontraban algunos familiares y compañeros gaiteros. Ricardo Cepeda había sido informado sobre lo ocurrido y siempre solidario, acompañó al amigo. Su hijo Astolfo David, alterado, protestó fuertemente porque le habían impedido el paso al lugar que abrigaba el cuerpo, situación que resolvió el doctor Ramón Cepeda por su condición de médico:

-¡Este es Astolfo David, su hijo, él pasa conmigo!- expresó con autoridad el galeno.

Arrastrando los pies en el transitar más doloroso de sus escasos 22 años de vida, el primogénito con amargos sollozos permaneció en silencio frente al cadáver desnudo de su célebre padre. Sólo se preguntaba en lo más recóndito de si ¿por qué?, ¿por qué?, al tiempo que el doctor Cepeda terminó de revisar los bolsillos del pantalón del popular artista para extraer de uno de ellos, lo que había pasado inadvertido: 5 clavitos de olor que nunca le faltaban a Astolfo para masticar y así protegerse del mal aliento. Cepeda los apretó en sus manos casi hasta triturarlos como dejándole a la fuerza de su puño el desahogo de su dolor.

Todos lo conocían, aún cuando no lo hubieran tratado o visto, porque todos escuchamos su particularísimo y prodigioso cantar. Todos conocemos su musa que fue como un manantial de fuerza refrescante que calma nuestra sed de lucidez para hermosear nuestra zulianidad. Todos conocimos por lo menos, algo de su vida llena de merecimientos, diáfana; lista siempre para alegrarnos y para servir permanentemente a todo cuanto significara el enriquecimiento de nuestra cultura popular. Ese domingo Maracaibo amaneció sin el brillo de la calidez de su sol.

No sé cuánto tiempo permanecí en el salón funerario que paulatinamente me daba la impresión de que iba reduciéndose hasta hacerse insuficiente para albergar a tantos que esperaban turno sin ningún orden para verlo por última vez. Daniel Sarcos inconsolable montó guardia ante el féretro sin poder ocultar el desgarrador dolor por la tragedia. Lo propio hicieron sus tantos compañeros de cruzadas gaiteras.

El pueblo se volcó a despedirlo y testimoniarle su admiración y respeto. Allí estuvo hasta el lunes 22 en la mañana, cuando una marcha multitudinaria lo sacó al ritmo de furro y tambora a un largo recorrido por la calle Venezuela, el Barrio El Empedrao, la avenida Padilla y la avenida La Limpia hasta llegar al Cementerio Corazón de Jesús. El doloroso peregrinar paralizó la ciudad ese primer día de la semana. El pueblo admirador salió de sus casas para ver pasar el cortejo e incorporar sus voces al coro que entonaba sus gaitas. Por las avenidas y calles se producían cordones humanos que lo lloraban.

La majestuosa Basílica de la Chinita cobijó bajo su techo a tantas personas que parecía imposible reunir en sus espacios. La gran multitud lo esperó en las afueras para verlo salir del venerado templo en los hombros de los Servidores de María, quienes le tributaban su amor al ilustre compañero, llevándolo a su último paseo.

En su entrada a la Iglesia de Santa Lucía, los vecinos de El Empedrao cantaban sus gaitas llorando, mostrando un cuadro donde parecía inagotable la capacidad de aguante. El sofocante calor del mediodía no se sentía; como no parecía hacer efecto tampoco, la agotadora marcha, ni el sudor, ni la disfonía que producía el tanto cantar. La gente cantaba más y más; aplaudían, gritaban, lloraban, arrojaban todo tipo de flores, lo vitoreaban, lo saludaban, le coreaban:

-Adiós Parroquiano. ¡Beso pa’ ti!-.

La Barbería Luis el Perro, tradicional lugar maracaibero, inmortalizado por la inspiración de su musa popular, vio pasar su ataúd. Las casas de los queridos parroquianos donde tantas veces parrandeó le dieron su adiós.

Su querido Tío Cubi, Reinaldo Cubillán, lo despidió con su familia de Zuliana 102.1FM, emisora desde cuya cabina de transmisión le habló tantas veces a su pueblo con esa contagiante jocosidad que extrañaremos siempre y que deja un vacío que difícilmente podrá ser llenado.

El pueblo lo acompañó bajo la lluvia que inspiró al compositor Wolfgang Romero para que su talento describiera con su sensible imaginación, lo que pudo hacer El Parroquiano al llegar al cielo, y así entregarnos la mejor gaita alusiva a ese amargo episodio:

Tío Cubi, que lindo es el cielo tío Cubi

es como mi barrio Empedrao

hay gaitas por todos lados

mil ventanales le adornan,

la gaita antañona se desborda en simpatía

que linda es la china mía

Ricardo Aguirre me guía ante el Dios mismo en el acto.

Un grito desgarrador al unísono parecía escucharse en ese momento. Al mirar los rostros, daba la impresión de que las almas sangraban. La derrota en el inexorable batallar de la vida y la muerte se dibujaba en cada expresión. La muerte venció, se llevó al Parroquiano y el pueblo estuvo con él, acompañándolo hasta el sepulcro que le dio glacial abrigo sobre cuyo mármol colocaron, no sólo coronas de flores y lágrimas sino el tácito voto solemne de recordar su memoria y perpetuar su obra. Ese fue, tal vez el día en que se produjo la mayor pérdida para la gaita zuliana, pérdida irrecuperable que observamos en ese horizonte de pavor en que sólo la muerte cabalga airosa, pues ha conquistado para su imperio una de las glorias más auténticas de la historia de nuestra música regional; Astolfo Romero El Parroquiano.

Regresé sobrecogido a mi casa. No podía quitar de mi mente el doloroso cuadro que quedó marcado en mi recuerdo para siempre. Sólo dormí para despertar al día siguiente con aquella imagen viva. Tras la búsqueda de distracción reviso la prensa cuyos titulares no me dejaban cumplir con mi propósito: “El pueblo zuliano rindió el último adiós a Astolfo Romero, El Parroquiano”.

Recibí una llamada internacional del periodista Oswaldo Muñoz, director del periódico El Venezolano en Miami, quien entristecido me solicitó detalles de lo ocurrido y permiso para homenajear la memoria de el Parroquiano publicando un reportaje que incluía textos de mi autoría aparecidos en anteriores artículos y material que sería incluido en el libro que preparaba biografiando a Ricardo Cepeda. El reportaje se configuró. Muchos zulianos, venezolanos y latinoamericanos residenciados en Miami y los Estados Unidos, pudieron leer en ese medio escrito, aquel trabajo dedicado a Astolfo Romero.

Hoy, cuando han transcurrido 9 años de aquel nefasto instante y evaluamos la significación de esta singular figura, tras el propósito de que cuya obra sea transmitida a las venideras generaciones por vía de la biografía, se impone el sentido autocrítico para reconocer con gallardía que nuestro amadísimo pueblo tan rico en infinidad de aspectos proverbialmente diseminados dentro y fuera de nuestra geografía es, lamentablemente, pobre a la hora de develar su vergonzosa indiferencia para reconocer los méritos de nuestros artistas mientras están vivos. Nos vemos obligados ahora, luego de que Astolfo Romero se ha marchado para entrar a revestirse para siempre en la eternidad ejemplar, a desentrañar el incalculable valor de este talento súper dotado para la creación gaitera, a fin de mostrarlo como el fenómeno artístico cultural que él representó, para lo cual es menester intentar ir más allá de su particularísima manera de entregarnos su obra, rebasando su jocosa personalidad, lanzando destellos de luz sobre la figura ya mitificada y ahondando en su vida llena de conflictos y de crisis personales. Astolfo Romero ha sido tal vez el más completo gaitero de nuestra ya rica historia musical y su importancia y enorme valor histórico quedó constatado en la imperecedera expresión de admiración y afecto que vimos en su impresionante funeral, donde el pueblo lloró en medio de su desolación colectiva, y donde sus adorados parroquianos dieron clara demostración de que lo recordarán por siempre hasta la posteridad con el inconsolable sentido que producen las pérdidas insustituibles.

Dr. William Briceño

Presidente de la Fundación Simón Bolívar

www.fundacionsimonbolivar.org

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