“Hombre tocado por el genio, premiado con el espíritu
de la inconformidad perenne”
Leonardo Padura (Cuba, 1955)
Cuando Jesús Soto llegó por primera vez a Maracaibo, apenas tenía 24 años edad. Era un joven inquieto e idealista, oriundo del sur selvático de Venezuela, que recién había terminado sus estudios en la Escuela de Artes de Caracas. Llegaba a las tierras marabinas para dirigir la Escuela de Artes “Julio Árraga”; comenzaba el año 1947. Para entonces, esa escuela funcionaba en las adyacencias del Convento, en pleno centro urbano. Allí se encontró con una ciudad eufórica por la reapertura de su Universidad del Zulia, ocurrida unos meses antes, una urbe con un puerto histórico, con casas de formas aldeanas, bañadas en tejas, con frontispicios multicoloridos y gárgolas enigmáticas. Metrópoli sin centros comerciales aún, con una poderosa tradición de poetas populares y músicos de calle que lo enamoró.
El país se preparaba para elegir su primer presidente de forma democrática, sería el novelista Rómulo Gallegos. Años más tarde, Soto evocaba: “El bullicioso mercado principal me impresionó, su inverosímil dinámica y la expresividad desbordada de los parroquianos”. Arribó por el Aeropuerto Grano de Oro, obra diseñada en 1929 por Carlos Raúl Villanueva, el célebre arquitecto londinense-caraqueño, genial diseñador de la UCV. Junto a él, años después, Jesús Soto realizó importantes trabajos, fueron amigos entrañables.
Jesús Alberto Soto, así quiso que lo nombraran (omitiendo su apellido paterno), genio precursor del cinetismo en el mundo, hijo de Luis García y Emma Soto, nacido el 5 de junio 1923, en una mañana de diluvial aguacero.
En Maracaibo, Soto vivió tres años intensos, atizado por las musas de la pintura y la escultura de esta ciudad lacustre, capital pasional, en otrora renombrado puerto de ultramar, territorio antípoda a su cuna fluvial de reposados silencios y lluvia incesante. Los casi mil días de trabajo en Maracaibo, le dieron la madurez necesaria para aspirar a la grandeza artística, le dieron la confianza para embarcarse en el vapor italiano El Olimpia en 1950 y llegar al puerto El Havre en medio del otoño europeo. Logró sembrarse en los bulevares parisienses, en la historia del arte mundial. Testimonios, crónicas y fotografías de la época recrean sus cantatas en los cafés, su oficio de músico trashumante, lo que le permitió financiar sus primeros años en la “Ciudad luz” donde vivió por medio siglo: más de la mitad de su larga y fecunda vida.
Soto estableció un maridaje perfecto entre la plástica que creaba cada mañana en su pequeño taller, y la música que ejecutaba en noches de bohemia acompañado por su guitarra. Él recreaba el universo de boleros, tangos y de viejos valses en el bulevar Saint Germain des Prés. En sus momentos de ocio disfrutaba las obras del austríaco Arnold Schönberg, su compositor predilecto, su mente tendía un puente entre la estructura dodecafónica schönbergiana y su propuesta cinética innovadora, que a poco, iba revelándose al mundo.
Para Jesús Soto el pintar y ejecutar la guitarra, eran como dos brazos de un mismo cuerpo creador; el instrumento de cuerda pulsada lo comenzó a tocar a los 12 años en Ciudad Bolívar, en sus barriadas: cuna de mineros, payadores, prostitutas foráneas y viajeros misteriosos.
El célebre guitarrista Aquiles Báez, recién testimonió: “Tuve el privilegio de participar en la producción de un álbum donde cantó Jesús Soto acompañado por Rodrigo Riera, una exquisitez musical en Homenaje a Agustín Lara. Luego, en la gira europea con mi banda coincidí en París con el maestro, corría el convulso año 2004. En esa ocasión me relató sus noches de ronda en Maracaibo junto a Rodrigo, a finales de la década del 40, sus largas sesiones de boleros y güiskis en el Hotel Astor. Ese día del encuentro con el genio que tanto admiraba, estaba de cumpleaños su hijo Cristóbal. Entonces cantamos, tocamos y compartimos tragos con su familia. En 2005 regresé a la capital francesa y al preguntar con avidez por él para visitarlo, me dijeron que estaba en cama, muy enfermo, vencido por una larga enfermedad. Semanas después murió en su casa, rodeado por sus cuatro hijos y sus familiares íntimos”.
A los 16 años de edad, Jesús Rafael comenzó a pintar carteles para los cines, un oficio menor que llevó con dignidad para sobrevivir en su pueblo natal. Esfuerzo que luego vio recompensado con el prestigio y el reconocimiento mundial. En la Exposición de Bruselas en 1958 movió a la crítica especializada con su obra “Reja de hierro” y comenzó su nombre a sonar en las galerías europeas y en las revistas especializadas. Era un novel representante del arte cinético junto al francés Yves Klein, al escultor estadounidense Alexander Calder, y al excéntrico ajedrecista y artista galo Marcel Ducamp. Soto fue un inspirado discípulo (en la distancia) de Kazimir Malévich y su suprematismo, de Paul Klee y su abstraccionismo. Y del precursor ruso Vasili Kandinsky: quizá su maestro más admirado y más influyente.
Antes de cumplir los 50 años de edad comenzaron los reconocimientos a su obra, en Venezuela obtuvo el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1960. En 1973 fue inaugurado el Museo de Arte Moderno “Jesús Soto” en Ciudad Bolívar. En 1981 recibió la Medalla Picasso de la UNESCO. En 1995 le confirieron el Premio Nacional de Escultura en París. Realizó exposiciones individuales en el Moma de Nueva York, el Pompidou de París, Kunshalle de Alemania y en el Museum of Modern Art Kamakura en Japón. En enero de 2012, una cincuentena de sus obras fueron expuestas en Grey Art Gallery: el Museo de Bellas Artes de la Universidad de Nueva York, situado al sur de Manhattan.
Sus penetrables han sido estimados como su aporte más significativo al mundo del arte, estos lograron integrar de forma activa al espectador con la obra artística, de forma vital el hombre entró al hecho artístico en movimiento. Sobre esas propuestas esculturales, Arturo Uslar Pietri en 1987 escribió: “El penetrable es una estructura de cuerdas en la cual el espectador se introduce y obtiene una visión deformada, gris, temblorosa que borra la figura humana y la hace desaparecer en medio de una lluvia de cuerdas transparentes”.
El crítico Roberto Guevara, sobre el origen de los penetrables sotianos afirmó: “Jesús Soto contempló los ríos anchos como mares y las lluvias torrenciales, como una revelación de los primeros penetrables inventados por la naturaleza”. En referencia a sus vivencias de niño en el sur venezolano (Jesús Soto en Maracaibo, 2003)
El crítico Juan de Dios Sánchez declaró al diario El Clarín de Argentina: “Soto siempre será Soto, pues incorporó los principios de cambio y movimiento para implicar activamente al espectador, que se envuelve en su obra”. (El Clarín, enero 2005)
El 14 de enero de 2005 se produjo su deceso, acaecido en su hogar en París, en medio del invierno severo. Siempre recordaremos a Jesús Soto como un artista cósmico, que nació a orillas del río Orinoco y llegó a recorrer las calles ardientes de nuestra ciudad lacustre, un soñador exultante que cantaba junto a Rodrigo Riera, a Víctor Valera y su amada amiga Lía Bermúdez: su compañera en la Escuela de Artes de Caracas, la mujer que lo convenció de venir a esta ciudad occidental.
En las madrugadas febriles de Maracaibo, Soto cantó el bambuco “Fuego lento” del maestro Leví Parra, degustando cada nota, cada verso como si fueran suyos. En nuestra ciudad fue el guía de jóvenes pintores y escultores, un maestro inspirador en la Escuela de Artes; aquí dejó su impronta.
Fue sepultado el 15 de enero de 2005 en el cementerio intramuros de París, Montparnasse, camposanto con un historial de dos siglos. Allí está su modesta tumba, cercana a la de Julio Cortázar, a la de Samuel Beckett y Jean Paul Sartre.
Su dimensión de creador sigue recorriendo mundos, con una eterna vigencia, en ascendente espiral. Celebremos que ese genio pasó por este puerto y habitó entre nosotros dejando un gran legado. En palabras del gran narrador habanero Padura, fue “un ser premiado con el espíritu de la inconformidad perenne”, un don tan necesario para todo genuino creador.
Soto nos entregó sus acordes de guitarra, sus líneas en movimiento, sus colores palpitantes y su fuego de amor, encendido por la vida.