“Dos patrias tengo: Cuba y la noche”
José Martí (La Habana, 1853-1895)
Cuba, la isla mayor de las Antillas, fue el territorio insular conquistado por los españoles, el más preciado del Novum Mundum. Lo denominaron “La llave del nuevo mundo” según las crónicas de Alejo Carpentier, el célebre narrador que eligió ser habanero. En ella se asentaron los iberos y echaron raíces profundas que germinaron en la música, el idioma, en su arquitectura clásica y en su vasta vida cultural. De allí, lo interesante de la mezcla étnica que observamos en sus calles y en sus prados, el mestizaje variopinto entre españoles, canarios, taínos y los hijos arrebatados al África abisinia.
España dominó el destino de la isla hasta finales del siglo XIX, con la crisis militar de 1898 comenzó a fenecer su sometimiento imperial. Luego se produjo la ocupación norteamericana y cesó el 20 de mayo de 1902. Cien años después de ese acontecimiento, cuando toda Cuba celebraba los 49 años del asalto al Cuartel Moncada: tuve el honor de visitar la majestuosa isla.
Llegué en vuelo de Caracas a La Habana, con la delegación que firmaría el convenio de cooperación deportiva entre la Asociación de Softbol del Zulia y la Federación de Softbol de Cuba. Nuestra delegación la encabezó Marlo Reyes el propietario del equipo Toros del Zulia SBC y el entrenador César Suárez, expelotero profesional, quien obtuvo en 1979 el premio “novato del año” cuando jugaba para Águilas del Zulia. Hoy en día, Suárez se desempeña como caza talentos de la organización Yankees de Nueva York.
Luego de tres horas de vuelo en un incómodo avión ruso, donde nos sentíamos embutidos en sus duras butacas, aterrizamos en el Aeropuerto José Martí, hicimos el trámite de aduana y abordamos el viejo automóvil del maestro Calzadilla, un técnico veterano de la Selección Nacional de softbol cubana. Gentilmente nos llevó en su auto a través de la noche antillana, era un “carro collage” porque mostraba apariencia de Plymouth, con motor diesel de Mercedes Benz, asientos y volante de Mercury. Según nos relató el maestro con orgullo: él mismo lo ensambló. Casi seis horas duró el recorrido por la autopista hasta llegar a su casa solariega y acogedora en Santa Clara, en la zona centro-norte de la isla: en la provincia de Villa Clara. La brisa nocturna, el ron blanco y la vieja trova santiaguera, nos acompañaron en nuestra entusiasta travesía.
Nuestra gira comenzó allí, en Santa Clara, ciudad histórica por ser el escenario de la última batalla contra las tropas del dictador Fulgencio Batista, el sátrapa de Banes. Fue un intenso combate que dirigió Ernesto Ché Guevara entre el 15 de diciembre de 1958 y el 1 de enero de 1959, logrando la victoria que consolidó el triunfo del Ejército Rebelde. Así pudo entrar triunfante a La Habana el comandante Fidel Castro Ruz, a la vanguardia de los heroicos milicianos.
Estuvimos en el balcón del hotel desde donde dirigió El Ché el asalto al tren que llevaba las armas para las huestes batistianas, allí jugamos dominó de nueve piezas por participante, el típico dominó cubano. Luego pasamos por la vecina ciudad de Sancti Spíritus, partimos de regreso hacia el occidente pasando por Cárdenas, ciudad que hizo popular el milagroso balserito Elián González en 1999, cuando sobrevivió al naufragio frente a las costas de La Florida, flotando en un neumático, con solo seis años de edad. Luego llegamos a ciudad Matanzas la capital de la santería yoruba, cuna del maestro Esteban Chachá Vega “El señor de los tambores”, el percusionista de culto, que celebraba 71 años de edad en ese momento. Disfrutamos una tarde en Varadero, en sus playas de arenas espléndidas. Finalmente entramos a la megalópolis caribeña, La Habana, la capital musical con nombre taíno, la catedral del son, el songo y el filin.
Visitamos la histórica “Esquina 12 y 23” a la que le grabó un son la Orquesta Irakere de Chucho Valdés. Entramos a la heladería Coppelia en El Vedado, fuimos a la bahía de Hemingway, disfrutamos de sus bares fogosos, de sus “paladares” que son restaurantes ubicados discretamente en casas de familia, donde brindan platos tradicionales como el congrí, la zambrilla, moros y cristianos, lechón, el flan de coco y otros sabrosos tentempiés típicos. Asistimos al ensayo de la Orquestas Alismen en la Habana Vieja, en una casona antigua que me hacía rememorar las casonas con solares en el barrio marabino El Saladillo. Vimos a los músicos de calle tocar con una gran calidad el punto cubano, con guitarra, tres, contrabajo y bongó en la inmensidad de la plaza mayor. Recorrimos El Malecón Habanero bañado constantemente por el mar bravío, con su permanente llovizna de agua salada, repleto de parejas de enamorados, niños bañistas, muchachas en busca de amantes fortuitos y poetas contemplando la infinitud del Caribe.
Visitamos su monumental Estadio Latinoamericano, donde unos meses antes se había escenificado el partido entre la Selección Nacional de Cuba “Los Diablos Rojos” y el equipo Orioles de Baltimore, divisa perteneciente a las Grandes Ligas Norteamericanas. A ese juego asistieron 25.000 aficionados. En los pasillos del estadio se exhiben fotografías del equipo “Los Barbudos” con escenas de juego. Ese equipo lo conformaban los héroes milicianos que conquistaron el poder en 1959. En las fotos sepias aparecían bateando Ernesto Guevara y Fidel Castro, ambos muy jóvenes, en la temprana década de los 60.
Me impresionó la Necrópolis con sus monumentales mármoles, circundados por cipreses centenarios, con su hermosa capilla de columnas moriscas y sus frisos solares Con sus exuberantes jardines de palmeras reales y flamboyanes con brotes amarillos. Recorrimos sus solemnes mausoleos, nichos, estatuas blanquecinas que vigilaban el eterno tránsito de los dolientes. Ese camposanto con el nombre del genovés Cristóbal Colón data de 1854, es considerado el tercero en importancia museística en el mundo entero.
Estuvimos en el complejo polideportivo más importante del país, recorrimos sus canchas, pasamos por la Catedral de María Inmaculada construida con ayuda de los padres jesuitas entre 1748 y 1832. Un poco más allá, pasando por estrechas calles, conseguimos “La Bodeguita del Medio” donde nos sorprendió ver la firma autógrafa y los versos del poeta Nicolás Guillén, la fotografía de Jane Fonda abrazada a Ted Tunner. Al juglar Joaquín Sabina lo vi en un póster autografiado y dedicado a los comensales, y justo al lado, una camiseta de los Gaiteros de Pillopo explayada en la estantería del bar, adornando ese merendero reliquia.
La Habana es una ciudad romántica, intensa, en esencia musical. Los versos de Silvio Rodríguez están en su atmósfera:
“Tú me recuerdas las calles de La Habana vieja
La catedral sumergida en su baño de tejas”
El canto de Pablo Milanés se escucha en sus rincones, en los confines de El Vedado, Miramar y Centro Habana:
“Amo esta isla, soy del Caribe
jamás podría pisar tierra firme,
porque me inhibe”
Debido al abusivo y anacrónico bloqueo económico estadounidense, la ciudad es un vasto museo de vehículos Mercury, Pontiac, Packard, Cadillac, Buick Roadmaster, Oldsmobile, Valiant y De Soto, todos anclados en los años 50. Le dan su tono vintage que se combina con algunos modelos rusos y polacos, vestigios de las buenas relaciones en las décadas de los 70 y 80 con los países del bloque socialista.
La capital cubana es un impresionante conurbano, lleno de bohemia y manifestaciones culturales, con mujeres hermosas, sensuales. Su gente posee un carisma natural. Aunque por momentos, esa urbe monumental se torna triste y melancólica al caer la noche, tal como la describió el poeta José Martí. Pero al despertar, puedes llenarte del sol y de la energía del trópico, escuchar la sinfonía urbana de artesanos, estudiantes, caminantes y proletarios. Sus “camellos” (los buses públicos) van repletos de gente, sus bulevares agitados. En sus casas antiguas se avivan los colores, los edificios clásicos de paredes laceradas son custodiados por viejos ujieres con celo.
Leonardo Padura, escritor nacido en La Habana en 1955, describe la sensualidad de la ciudad y de sus mujeres, mulatas de ardida pasión:
“A esa hora, salía una brisa leve pero suficiente, que refrescaba aquel viejísimo rincón de la ciudad y arrastraba con sus rachas intermitentes a ciertas mujeres con olor a puerto, brotadas, como mariposas turbias, de alguna flor de ciclo lunar”.
Emprendimos nuestro retorno después de una semana de poco sueño, donde logramos buenos convenios deportivos gracias a la gestión de Marlo y César. Volamos hasta Caracas en un avión repleto de santeros, gente con atuendos blancos, collares y gorros carabalíes. Eran hombres y mujeres que habían viajado a la isla para “hacerse el santo”. Esas damas y esos caballeros parecían sacerdotes inmemoriales, empuñando bastones emplumados y entonando un canto bakongó, que me hizo recordar “Motivos de son” de Nicolás Guillén publicado en 1930, su poética hermosa musicalizada por Amadeo Roldán en 1934 y cantada por Pablo Milanés en el decenio 1980. Guillén hacía de La Habana una mujer con un solar en sus pechos:
“Bajo la noche tropical, el puerto.
El agua lame la inocente orilla
y el farol insulta al malecón desierto”
Regresamos saboreando rones secos y gratos recuerdos de la isla más hermosa del Caribe profundo.