“Toda reflexión
es un cambio de mirada”
Humberto Maturana (Chile, 1928)
Todos hemos soñado con pisar Nueva York y recorrer sus calles, descifrar sus suburbios, percibir su mágica fecundidad artística y su frenética vida bohemia. En cierto modo, nadie es ajeno a esa capital del mundo, todos tenemos un pedazo de Nueva York en alguna parte; allí nada sobra, allí nada falta: todos somos bienvenidos.
El padre Javier Dupla sj, quien fuera rector del Colegio Gonzaga en los años 80, luego de pasar unos días en “La gran manzana” colaborando con la pastoral de una parroquia situada en el norte neoyorquino, en el empobrecido condado del Bronx, me comentó: “Es la única ciudad donde por cada cuadra que caminas, puedes escuchar un idioma diferente”. El sociólogo Manuel Castells ha llamado al Sur del Bronx: “agujero negro de la miseria humana” en su libro: “La red y el yo” publicado en 1997.
Durante muchos años, Nueva York, el célebre puerto fundado por los holandeses en 1626, estuvo asociado a la voz de Frank Sinatra, él era como su encarnación sonora. Para los jazzistas, la ciudad estuvo unida a las notas del piano del innovador Thelonious Monk. Para los cinéfilos está retratada en las geniales y caprichosas cintas de Woody Allen, que reflejan el alma de esa megaciudad.
Sin embargo, en estos días, quien mejor representa el espíritu vivo y profundo de Nueva York, con su diversidad étnica, su riqueza intelectual y su rango como el mayor escenario artístico del plantea: es el escritor Paul Auster. Quien, a pesar de haber nacido en un suburbio de judíos en la vecina Nueva Jersey, el 3 de febrero de 1947, lleva 40 años como residente en el viejo Brooklyn. Ha habitado en 21 casas, algunas situadas en París, etapa que duró cuatro años, ciudad donde aprendió la lengua francesa con soltura y corrección. Pero casi todas sus residencias han estado situadas en Nueva York, por ello, él es un parroquiano icónico. Esa selva de concreto inspiró sus primeros poemas:
“Aquello que ve, es todo lo que él no es: una ciudad del indescifrado suceso, y por lo tanto, un lenguaje de piedras, ya que sabe que a lo largo de la vida una piedra dará lugar a otra piedra, para construir una pared”. (Desapariciones, 1979).
Realizó estudios universitarios de pregrado y postgrado en la Universidad de Columbia, fue traductor de textos en francés, fue marino, publicó tres poemarios. Pero su notoriedad como autor comenzó cuando publicó “La trilogía de Nueva York”, una crónica novelada de sus vivencias, con algunas reflexiones sobre esa megalópolis:
“Existimos para nosotros mismos, quizá, y a veces incluso vislumbramos quiénes somos”… “Nadie puede cruzar la frontera que lo separa del otro por la sencilla razón de que nadie puede tener acceso a sí mismo”. (Auster, 1987)
Comenzaron a seguirlo muchos lectores, los jóvenes escritores le dieron el estatus de nuevo chamán de la literatura contemporánea. Comenzaron a aparecer sus laureadas novelas, sus libros fueron traducidos a muchos idiomas. Comenzaron a llegar los premios para reconocer su talento, primero el Morton Dauwen Zabel de la Academia Americana de las Letras en 1990. Fue nombrado Caballero de la Orden de las Artes y Letras de Francia en 1992, recibió El Médecis en 1993 y El Príncipe de Asturias en 2006. Su discurso de aceptación en el Teatro Campoamor de Oviedo fue catalogado como memorable:
“No sé porqué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir”.
En su discurso realizó una brillante reflexión sobre la importancia del arte, sobre su valor, y recordó que algunos dictadores han sido artistas, algunos asesinos han escrito libros importantes. Quizá por eso, la importancia del arte está en su inutilidad:
“Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más?”
Otro campo fértil para la creación artística de Auster, ha sido el cine, él ha escrito guiones para varias películas, como “Humo” en 1994. Aunque ha confesado que el cine independiente, que es el cine que le interesa; está en pleno derrumbe. En 1998 dirigió el filme “Lulú en el puente”, con la actuación de Mira Sorvino y el consagrado Harvey Keitel: ambos nativos de Nueva York. Auster escribió el guión y afrontó el reto de rodarla después de su experiencia en “Humo” en 1994, cinta donde actuaron William Hurt y Harvey Keitel, y Paul fue el guionista. Fungió como codirector de “Azul en el rostro” en 1995, una súper producción con grandes estrellas, encabezada por el nativo de Brooklyn Lou Reed. Además estuvieron en el elenco: Madonna, Michael Fox, Keitel y su musa Sorvino, entre otras figuras relevantes.
Auster suele ver clásicos del cine europeo y norteamericano junto a su segunda esposa Siri Hustvedt, respetada escritora y catedrática, mujer alta, de piel blanca nórdica, de ojos grises intensos y mirada firme. Nació en febrero de 1955 en la gélida Minnesota, de padres noruegos; devotos practicantes de la religión luterana. Con Siri tiene una hija llamada Sofie, ellos se unieron en matrimonio en 1981, desde entonces ella es su primera lectora y él es su primer lector. Se critican, se cuestionan sus textos con agudeza, los comparten y rehacen, como otra forma de testimoniarse amor. Hasta el momento, Siri ha publicado seis libros de ficción, cuatro ensayos y un poemario, todos con una gran relevancia.
Para homenajear a su bella esposa, Paul recita el verso del poeta George Oppen, su lúcido paisano (Nueva York 1908-1984):
“Algunos de los sitios más hermosos del mundo, están en el cuerpo de tu mujer”.
Desde hace una década, Auster es amigo de su admirado colega Enrique Vila-Matas, el escritor catalán con el que ha estado en programas de televisión. Paul lo acompañó al Instituto Cervantes de Nueva York para presentar su novela “Dublinesca” en 2010. Los dos novelistas han establecido una sólida camaradería: se citan en sus libros, en sus conferencias, y se parodian con fina elegancia. Sobre las visitas de Vila-Matas a la casa de la familia Auster Hustvedt en Park Slope Brooklyn, este ha confesado:
“Muchos años después, en aquella visita a casa de Paul sí encontré la felicidad, era como en el sueño”.
En su libro de memorias relampagueantes, titulado “Diario de invierno” publicado en 2011, Paul se confiesa obsesionado por las muertes violentas, los intempestivos decesos, como la su padre que cayó infartado en el pecho de su novia, mientras hacían el amor. La de su padrastro en California, víctima de una embolia profusa, lo encontraron en un charco de su propia sangre, la que manaba indetenible por su boca y nariz. La de su madre, mujer perseguida por la tragedia, por lo azaroso de una doble viudez, y por las dificultades más inoportunas, entre otras, la demencia:
“La inhumana quietud que envuelve el cuerpo de los que ya no viven”. (Cuaderno de invierno, 2011)
Paul Auster ha sido un duro crítico del sistema político estadounidense. Su posición ha sido antípoda a la de los republicanos con vocación belicista, propiciadores de invasiones colonialistas. Cree que los Estados Unidos de Norteamérica, desde el decenio 1980 dio un giro hacia la violencia y la intolerancia, y ha recaído en el racismo más rancio y anacrónico, siendo una nación (desde su génesis) de inmigrantes, de allí su grandeza:
“Todo comenzó cuando elegimos a Ronald Reagan en 1981, y se acentuó después de la amañada elección de George W. Bush en 2000, “un robo”, una escandalosa manipulación de los resultados electorales, y todo para favorecer las guerras, el maltrato a los inmigrantes y potenciar la arrogancia intervencionista: descuidando la calidad de vida de los norteamericanos comunes”. (Entrevista realizada por el Rector de la Universidad Nacional de San Martín, Argentina).
Cercano a las siete décadas de vida, Auster solo piensa en escribir, en crear desde la soledad más absoluta y el encierro más monacal en Brooklyn, sus personajes ficticios y sus historias maravillosas. Revisando su destino como escritor y su ya larga carrera, él afirma:
“Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento. Nunca he querido trabajar en otra cosa”. (Oviedo, 2006).
Esperemos que así sea, que siga escribiendo libros que se leen con placer y perduran en la memoria. Estos representan un original firmamento austeriano: que no es más que un entrecruzamiento de reflexiones agudas, narraciones de gran belleza, y frases que son fogonazos de sabiduría. Como en su novela “La noche del oráculo” donde nos relata:
“No sé cuánto tiempo pasé así, pero mientras las lágrimas manaban de mis ojos, me sentía feliz, más feliz por estar vivo de lo que me había sentido jamás. Era una felicidad que estaba más allá del consuelo, más allá del dolor, más allá de toda fealdad y belleza del mundo”. (Auster, 2003)
Paul también nos ha mostrado la cara fea de Nueva York, la de los indigentes que mueren de frío en sus inviernos, el rostro de los “sin-techo” que duermen en las estaciones del Metro, las mascaradas de los vendedores de drogas en sus calles más oscuras, el semblante fariseo de los policías mafiosos que acosan prostitutas y tienden celadas arteras a sus jefes. En las novelas de Auster, la ciudad de Nueva York es una catedral del beisbol, la casa de sus amados Mets. Pero también es la urbe que respira violencia, con cuatro de sus distritos inescrutables para los turistas, territorios peligrosos.
Es una ciudad con puentes de ensueño, de gran belleza clásica, una metáfora inextinguible sobre el soberbio río Hudson. Pero como si fuera una mujer osada, en las mañanas la ciudad nos muestra su cara descompuesta por la resaca, y su alma podrida por las bajas pasiones. Ese cosmos urbano lo narra de forma genial el maestro de ascendencia judía y mirada triste, un espíritu inmortal: Paul Benjamín Auster, un fumador ceremonial de puritos, hipocondríaco desmesurado, asiduo lector, prendado admirador del Quijote de Cervantes, con sus pupilas como panópticos escrutando todo, azuzado por el síndrome de ojo seco, escudado en sus gafas oscuras.
Como lo expresó el maestro Humberto Maturana, el célebre biólogo chileno: el reflexionar nos lleva a cambiar la forma de mirar las cosas. Creo que los libros de Auster nos llevan a mirar de otra manera el mundo, sus desdichas y los escasos momentos de plenitud espiritual. Su extensa obra nos incita a cambiar la percepción del vivir, y nos invita a disfrutar sus exiguos deleites.