Padura narra desde el silencio la jarana habanera

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Todos los errores humanos
son fruto de la impaciencia”
Franz Kafka (R.Checa, 1883-1924)

Muchas veces hemos pensado que la lista de grandes escritores está completa. Sólo con tratar de leer con rigurosidad todos los clásicos, los autores totémicos; podría uno pasar una larga vida sin despegar los ojos de sus maravillosas e infinitas páginas. Pero la literatura al final nos muestra nuevos ríos creativos de reciente emanación, los que muchas veces se hacen subterráneos y, parecieran no estar, pero que nunca cesan. Y en algún momento afloran para crear remansos de narrativa o poesía de gran belleza. Esas nuevas voces surgen cuando muchos ya han cerrado su lista de escogidos, cuando ya han dado por finalizado su inventario; estos nuevos escritores cautivan y se quedan. Como sucedió con el chileno Roberto Bolaño en los años 90, con el caraqueño Alberto Barrera Tyzka y su novela “La enfermedad” en 2013, con William Ospina y “Ursúa” de 2005, con Santiago Roncagliolo el sorprendente narrador peruano. Por solo nombrar algunos nativos del patio americano, de reciente aparición y con amplia aceptación.

Otro gran río de creatividad en las letras contemporáneas, nació en La Habana en 1955, es Leonardo Padura Fuentes, mulato con ascendentes españoles, lo que le permitió tener esa segunda nacionalidad. Su padre fue un habanero masón y su madre una cienfueguera católica. Se formó como periodista, cronista impecable y riguroso investigador. En esa capital, a la que considera “La más alegre, vital y bulliciosa del mundo”, estudió Historia de la Literatura Latinoamericana, Filología y comenzó a publicar extensos reportajes que tenían repercusión en la celosa comunidad intelectual cubana, también logró cautivar allende costas de esa poderosa ínsula, auténtica megalópolis del arte. A poco, comenzó a ganar lectores en todas las naciones de habla hispana.

Al comienzo del decenio 1990, en su fuero interno nació un duro debate: si seguir en el periodismo al amparo de un sueldo, con gran prestigio intelectual pero campeando las limitaciones y períodos de asfixia económica; o comenzar a trazar el camino, aún ignoto para él, como narrador profesional, escribiendo a tiempo completo, aunque las penurias aumentasen por algún tiempo.

Optó por la segunda alternativa y así fue como llegó su primer galardón literario, con el cheque de 16.000,00 dólares que en ese momento, para él representaba las minas secretas de algún rey acaudalado. Desde entonces, en su casa del barrio Mantilla, donde nació rodeado de flamboyanes, con paredes coloreadas de verde mar y blanco nube, ubicada en la periferia capitalina; escribe cada mañana, sin pausa, sin excusas para abandonar, con o sin inspiración escribe: como el más disciplinado de los prosistas habituales. Así han surgido títulos como “Fiebre de caballos” de 1983, “Según pasan los años”, “Con la espada y con la pluma”, “La novela de mi vida”.

En el año 1995, con 40 años de edad, ganó el Premio Café Gijón de España. En 1998 el premio “Hamlet”.

Mientras seguía en sus largas y extenuantes jornadas de escritura, en 2009 publicó uno de los frutos más preciado por sus lectores: “El hombre que amaba los perros” novela magistral que narra en tres tiempos diferentes las vidas de León Trostky y su martirio stalinista, la de Ramón Mercader su verdugo catalán, y la de un periodista habanero, que va creando una urdimbre de encuentros con López (Mercader) y motiva sus crónicas, las que van apareciendo en una modesta revista local:

“Él asintió en silencio, como si mi precisión no fuera importante, y luego dijo: Pero soy incapaz de matar a un perro. Te lo juro. La guerra es otra cosa.…… La guerra es una mierda -soltó el hombre, casi con furia-. En la guerra o matas o te matan. Pero yo he visto lo peor de los seres humanos, sobre todo fuera de la guerra. Tú no puedes imaginarte de lo que es capaz un hombre, de lo que pueden hacer el odio y el rencor cuando los han alimentado bien”.
(Padura, 2009)

Leonardo Padura creó un personaje mítico al que llamó Mario Conde, un expolicía y aspirante a escritor, vendedor de libros viejos, atrevido y lúdico habanero, bebedor rutinario. En su boca suelta, puso las críticas agudas a los problemas que ha vivido el cubano común en su diario faenar. Así creó la tetralogía: “Máscaras”, “Paisaje de otoño”, “Pasado perfecto”. En 1994 publicó “Vientos de cuaresma”, esta última ha sido llevada al cine protagonizada por el gran actor cubano Jorge Perugorría, pionero del multipremiado filme “Fresa y chocolate”.

Yo había leído con agrado el prólogo que le hizo al “Libro de la Salsa” de César Miguel Rondón, me impactó su conocimiento del universo musical caribeño, y la calidez de su prosa para presentar a su amigo cronista:

“Varios elementos, de primera magnitud cultural, quedaron desde entonces establecidos en la crónica escrita por el venezolano y arrojaron una luz imprescindible sobre la pertinencia de la música salsa como un producto nuevo, con características propias”.

Desde entonces lo he seguido, he visto que su nombre aparece con honores en Ferias de Libros, en “Sí Hay Festival”, y recién como parte del jurado del “Premio Clarín de Novela 2015” en Argentina.

En 2013 apareció su magistral novela “Herejes”, le supuso dos intensos años de investigación en bibliotecas y museos de Holanda y España, fue a las raíces de la cultura sefardí y del judaísmo; escudriñó El Talmud (Todo está en manos de Dios, menos el temor a Dios). Aprendió las leyes judías, los preceptos rabínicos e indagó La Torá. La obra salió con el sello de su casa editora Tusquest, con la que lleva “veinte años de amor y trabajo”. Esa obra ya ha sido traducida a una veintena de lenguas, es una hermosa crónica novelada del viaje del trasatlántico Saint Louis en 1939 desde la Alemania de cristales rotos y crematorios, con la más horrenda y carnicera persecución a los judíos.

El barco con 937 refugiados judíos a bordo tocó puerto en La Habana y estuvo fondeado por varios días, pero su capitán no obtuvo el permiso para bajar a tierra a su tripulación ni a los pasajeros, a pesar de tener cada uno su certificado de desembarco. Fue un hecho bochornoso, inhumano, una mácula en la historia de Cuba. Al negarles el asilo humanitario, tuvieron que regresar al viejo continente, y entraron a las fauces del fascismo demencial: les esperaban los campos de concentración, los hornos, el asedio y el dolor más cruel. El libro recrea las vicisitudes de la familia Kaminsky y sus andanzas europeas, habaneras y por los Estados Unidos de Norteamérica. Detalla la extraña pérdida de un óleo del maestro Van Rijn Rembrandt, debidamente autenticado, un preciado patrimonio familiar del siglo XVII, así como el obstinado empeño de un nieto del clan judeo-polaco por recuperarlo medio siglo después:

“Gracias… Mi madre era cubana y mi padre polaco, pero vivió en Cuba veinte años, hasta que se fueron en 1958. —Algo en la memoria más afectiva de Elías Kaminsky le provocó una leve sonrisa—. Aunque nada más vivió en Cuba esos veinte años, él decía que era judío por su origen, polaco-alemán por sus padres y su nacimiento, legalmente ciudadano norteamericano y, por todo lo demás, cubano. Porque en realidad era más cubano que otra cosa. Del partido de los comedores de frijoles negros y yuca con mojo, decía siempre”.
(Padura, 2013)

El esfuerzo de Padura Fuentes se vio reconocido en 2015 al concederle el Premio Princesa de Asturias de las Letras, galardón que hemos celebrado sus lectores, quizá no tanto la jerarquía de la cultura cubana; que más bien ha dejado un largo silencio, tras conocer el veredicto. Es un logro de un escritor habanero y toda una nación palpitante, que pone en lo alto a la literatura de la Antilla Mayor. Además, Leonardo se ha convertido en el primer cubano en recibirlo. En su emotivo discurso, pronunciado luciendo una guayabera blanca, la prenda nacional de la isla, y una pelota de beisbol en su mano derecha (contraviniendo el estricto protocolo de la Casa Real de España) dijo:

Con Cuba y con mi lengua a cuestas he recorrido un camino que se va haciendo largo y que me ha traído hasta este momento de epifanía, hasta este asombro y satisfacción superlativos que no me abandonan porque estoy donde nunca soñé estar, aunque sé porqué estoy: sencillamente porque soy un empecinado”.
(Discurso en Oviedo, 2015)

En su célebre relato publicado en 2001: “Adiós a Hemingway” define el oficio del escritor con brillantez y acierto:

“Hablar de literatura es perder el tiempo, y si uno está solo es mucho mejor, porque así es como se debe trabajar, y porque el tiempo para trabajar resulta cada vez más corto, y si uno lo desperdicia siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón”.
(Padura, 2001)

Con este talentoso escritor, aplica lo que cantaba una salsa de los años 70: “Creían que no llegaba y aquí llegó”, su voz de narrador y de formidable cronista, irrumpió con fuerza y va a quedarse en muchas bibliotecas, en incontables mesas de lecturas. Sus libros estarán en muchas manos protegidos como un tesoro invaluable.

En sus horas de ocio, él es un melómano, degustador del café más puro, un ateo que medita entre las nubes que forman sus cigarrillos, hombre que sabe convivir con el silencio y robarle su esencia vital a las jaraneras calles de su ciudad. Es un hombre afable, que brinda entrevistas con una inteligencia asombrosa, pero a la vez con una absoluta serenidad, sin remilgos, sin la soberbia de muchos inmortales de la literatura. Padura afirma con orgullo: “Cuba es el principal alimento de mi obra”.

Su discurso en el majestuoso Teatro Campoamor de Oviedo, lo cerró con una frase poderosa:

Disfrutar y compartir esta felicidad, y quiero hacerlo con el mismo espíritu impoluto con que compartía hace más de cincuenta años mi bate, mi guante y mi pelota de beisbol con aquellos amigos del barrio con los que aprendí a gozar la satisfacción del éxito, en un simple juego de pelota, en una calle de un barrio habanero llamado Mantilla, donde palpita el corazón de mis patrias”.
(Teatro Campoamor, 2015)

Luego besó el pergamino con el veredicto que le entregó el Rey de España e hizo una reverencia; se veía ostensiblemente agradecido, levantó la presea con su mano izquierda, su mano de firmar libros, y con la derecha alzó una vieja pelota de beisbol, símbolo de su pasión deportiva juvenil en las plazas de su barrio Mantilla. Antes hizo una hermosa referencia a la presencia de su esposa, ella estaba en el balcón junto a los ejecutivos de Tusquest, su compañera de toda la vida, excelente guionista y redactora: Lucía López Coll, quien luego publicó una crónica detallada y amorosa sobre la jornada en Oviedo, a la que su esposo llamó: “La película de mi vida”.

Sabemos que una de las acepciones de la palabra hereje la aportó Cuba al DRAE: “Dicho de una situación: Estar muy difícil”. En Venezuela es sinónimo de “en demasía, exagerado”. Por el ejemplo: “tenía un hambre hereje”. La cubanía que transpira Padura, con el oferente amor por su barrio Mantilla, me hace recordar una frase muy común en las barriadas de Maracaibo: “Ese hombre es un hereje enmantillao” es decir: “Ese astuto es un sortario de nacimiento”. Con una gran paciencia, y en línea con el pensamiento kafkiano: “los errores humanos son fruto de la impaciencia”, Leonardo Padura ha labrado una obra inmensa, reconocida y leída: quizá eso sea lo más importante. Siempre ha procurado que en su patria, sus libros sean publicados a muy bajo costo, para que sean de fácil adquisición por sus paisanos.

En definitiva, la lista de los grandes de las letras hispanoamericanas no estaba completa, allí insertamos con sobrados alegatos y razones incuestionables a Leonardo Padura: con su bate, pelota y guante de beisbol incluidos. Y sobre todo: con su refrendado amor al cosmos cubano.

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